La casa Nidhögg es una estirpe tan antigua como los mismos hijos del bosque. Estos primeros hombres, cuyos nombres resuenan en las leyendas susurradas por las nanas durante las noches de insomnio, libraron una eterna batalla contra los amos de drago...
༺¿Acaso has dado lugar a que se te considerara una obstinada y terca mocosa que juega a ser la reina de los salvajes?༻
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Cada paso hacia la línea celeste hielo del muro le parecía demasiado rápido, demasiado leve, demasiado pronto, porque había enfrentado el frío mordaz del Norte y las corrientes de aire que azotaban su rostro mientras montaba a Asenas.
La dragona era poderosa, pero el esfuerzo constante le había pasado factura; sus músculos temblaban como gelatina, agotados por las largas jornadas de vuelo. Así que, antes de llegar a The Haunted Forest, decidió que era hora de cambiar de montura.
Yennefer cabalgaba a su lado, con la tela de su largo vestido negro crepitando por el movimiento en la yegua blanca, la única que podía seguir los pasos de Draven.
Recordaba muy bien su primer encuentro con la hechicera. Kryo habia hecho una reverencia, colocando las manos en un gesto de respeto. Recordaba haberla observado desde la distancia, sintiéndose fascinada por la fuerza y el aura de la mujer.
¿Quién es ella?, le había preguntado en voz baja a su hermana, incapaz de apartar la mirada.
—Es la consejera del abuelo. Es bruja —había agregado Zephyr, con voz llena de respeto y temor—. No te acerques demasiado.
Sin embargo, no había tenido opción alguna. La hechicera se abalanzó sobre ella, la tomó por la barbilla, le levantó la cabeza sin ceremonias, la volvió hacia la izquierda, hacia la derecha. La princesa Kryo sintió la rabia y la resistencia que le crecían dentro: no estaba acostumbrada a que nadie la tratara de esa forma. Y al mismo tiempo le pinchó el aguijón ardiente de la envidia. Yennefer era muy hermosa. En comparación con la belleza pálida, delicada y bastante corriente de las sacerdotisas y las adeptas que Kryo veía cada día, la hechicera brillaba con una belleza consciente, incluso demostrativa, acentuada, subrayada en cada detalle. Sus rizos como ala de cuervo, que caían en cascada sobre los hombros, refulgían, reflejaban la luz como plumas de pavo, retorciéndose y ondulando con cada movimiento.
Kryo se avergonzó de pronto, se avergonzó de sus codos arañados, de sus manos agrietadas, de sus uñas quebradas, de sus cabellos rotos en mechones blancos. De pronto deseó poderosamente tener lo que tenía Yennefer: un cuello bello y muy desnudo, y sobre él una hermosa cinta de terciopelo negro y una preciosa y brillante estrella. Unas cejas iguales, acentuadas con carbón y unas largas pestañas. Una boca orgullosa. Y esas dos redondeces, que se alzaban con cada inspiración, apretadas por la tela negra y la blanca puntilla...
—Así que ésta es la famosa Aelirenn. —La hechicera frunció un poco los labios—. Mírame a los ojos, muchacha.
La princesa se estremeció y metió la cabeza entre los hombros. No, eso no se lo envidiaba a Yennefer, no quería tenerlo y ni siquiera deseaba verlo. Esos ojos, violetas, profundos como un lago sin fondo, que brillaban extraños, impasibles y malvados como los que tenían los Targaryen. Horribles.