XLIV

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Jaehaerys dejó a su hermano en la orilla, quien se tomó el tiempo de despedirse de su dragón, no tenía un carruaje a su disposición, un caballo que Lady Mysaria dejó cerca, pero Maegon tenía que ir a buscarlo

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Jaehaerys dejó a su hermano en la orilla, quien se tomó el tiempo de despedirse de su dragón, no tenía un carruaje a su disposición, un caballo que Lady Mysaria dejó cerca, pero Maegon tenía que ir a buscarlo. Jaehaerys emprendió vuelo después de abrazarlo, Sindarin parecía llamado a la guerra, porque volaba más que en cualquier otro momento de su vida. Desde La Conquista que no había entrado en batalla, desde la Dama de Oro que no encontraba jinete y ahí estaba, rugiendo, elevando sus majestuosas alas en el aire.

—Y ahí está Quenya.

Fuegosol era uno de esos dragones nacidos de las distintas nidadas que tuvieron los Dragones Gemelos, era casi tan majestuoso como su estirpe, el rey Aegon II, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y protector del reino. Tan protector que ya había ejecutado a la primera víctima de la guerra, si lo hizo o no, él asumiría la mano de la ejecución, tanto de Lucerys como de Maegon, eso haría a la Leona Targaryen salir de su estado de letargo y saldría a la batalla.

Llegó a Pozo Dragón y lo recibieron sus guardias personales, los cuidadores y los rugidos de demás dragones. Todos lo reverenciaron antes de subir al carruaje y llegar a la Fortaleza Roja, sabía que su abuelo daba órdenes para actuar, su madre "aprendía" de su padre, Criston Cole quería reprenderlo y el rey lo empujó, en ese momento no importaba nada más. Todos seguían estresados, buscando a Aemond, ya que nadie podía acercarse a Vaghar sin él.

—Muévete.

—Enfrente de los niños...

—No tengo tu tiempo— la apretó del brazo. Las nodrizas alcanzaron a distraer a los niños, para que no vieran cómo lastimaban a la madre. Helaena lloraba al pensar que su esposo descargaría en ella su éxtasis.

—¿Terminaste de dar vueltas?

—La Fortaleza Roja se ve majestuosa a lomos de Fuegosol, pudiste haberme acompañado.

—Mi presencia no es solicitada a tu lado, salvo para tu coronación— entegó la corona que en su momento fue de Alicent, extrañada por esa actitud.

—¿Crees que soy mala persona?

—Aegon...

—Sólo contesta— la apretó del cuello para obligarla a encarlarlo.

—Sí.

—¿Y mis crímenes?

—No me constan— se aferraba a la muñeca del rey con la esperanza de verse liberada.

—No importa lo que disponga nuestra madre o nuestro abuelo, harás lo que yo ordene.

—¿Qué vas a hacer?

—Seguirás mis instrucciones, o tus hijos pagarán las consecuencias...

—¡Son tus hijos! ¿Piensas herirlos?

—Así como nuestra madre nos lastimó a nosotros— la soltó, ella cayó y comenzó a toser para recuperar el aire—. Vamos a anular nuestro matrimonio.

—Sea— lo abrazó eufórica—. ¿Cuándo nos vamos?

—Nadie puede enterarse.

—Por mí no se enterarán.

Para sorpresa del matrimonio, se fundieron en un beso, por fin se ponían de acuerdo en algo. Ella se libraría al fin de un matrimonio al que se vio atada por designio de su madre cuando ya tenía tres propuestas a su mano, sabiendo que ellos dos no se querían de ninguna forma, Helaena estaba cerca de odiar a su hermano por cómo la trataba, manchaba su ser, la ultrajaba de tantas formas que Maegon no lograba hacerla sentir pura de nuevo. Luego de vestirse, fue a su estancia privada, lloró al sentarse en el suelo; ya era hora de un respiro en ese nido de serpientes en que vivía. Ahora sólo necesitaba poner a sus hijos a salvo.

Aegon, por su parte, seguía las órdenes de su amada Visenya, pronto arribaría a rendir la Fortaleza Roja para rendirla, para prepararla a la llegada del resto de hermanos de Visenya, cualquier cosa por ella era poca, y la orden era matar a su esposa porque no estaba dispuesto a disolver el matrimonio. A sabiendas de que podría matar a sus hijos y debía buscar la forma de ponerlos a salvo para que no enfrentaran a la furia de la Fuerza. La amaba, pero conocía su talante. Pronto acarreó la noche, fueron por uno de los pasadizos hacia las habitaciones del maester.

—Majestades, no es el mejor momento.

—Y tampoco para nosotros.

—Los albores de la guerra nos quitarán cosas muy importantes— se apresuró Helaena a callarlos—, y quiero que me deslinde de él.

—Mi Señora— parecía exaltado.

—No quiero seguir atada a un usurpador y traidor— comenzó a llorar de rabia.

—Reina mía, no hay necesidad, creo que deberíamos pedir a los Siete.

—Deslindame de esta sucia ramera o volaré hasta Antigua a acusarte al Septo Supremo.

—Vamos a calmarnos— alzó ambas manos para separar a los monarcas.

—¿No cree que he tenido suficiente? — derramaba lágrimas mientras veía al maestre—. Esta guerra apenas comienza, pero llevo años a su lado, soportando cosas que no se puede imaginar, ni la bondad de la Madre ni la fuerza del Herrero me son suficientes ya... Hágalo ahora o me arrojaré por el balcón, ¡no me importa morir atravesada por las picas!

—Mi dulce reina...

—Esto no se debe saber hasta acabada la guerra— ordenó Aegon—, usted la mantendrá a salvo y, si algo le pasa, con su vida se saldará la deuda de sangre.

—No puede...

—¡Yo soy el rey y haré lo que me plazca!

Hija del trono de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora