*Basado en House of the Dragon*
Alyssa Targaryen, hija mayor del rey Viserys I y su primera esposa, Alys Lannister, pero para ella, no hay más madre que Aemma Arryn, la madre de su hermana Rhaenyra.
No era la sombra de su hermana, sino la princesa...
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La joven princesa despertó mucho antes del alba, fue a ver a su madre, tomó su temperatura, le cambió las velas, llevó un poco de agua y bocadillos por si despertaba en algún punto de la noche y nadie contestaba a su llamado. Besó su frente y salió del castillo, a las caballerizas para encender una antorcha antes de irse a Pozo Dragón, en busca de su majestuoso dragón dorado, el cual yacía encadenado para que no escapara. Entonó un pequeño tarareo y chasqueó los dedos para que Quenya supiera que era ella y no cualquier impostor que intentaba subir a su lomo.
Volar era lo mejor para un Targaryen, lo mejor que podría pasarle, si un día la quería abrazar la muerte, que fuese montada en Quenya, aunque su dragón no traicionaría a su jinete, había pertenecido a su madre, quien también era Targaryen por parte de su madre. El huevo puesto en su cuna no eclosionó y creyó que Alys estaría orgullosa de dejarle su más preciado tesoro, su oro, el dorado de sus cabellos, su dragón.
Volaba en las madrugadas para hacer la primera guardia y cuidar de Aemma, su madre, porque yacía en cinta y todos procuraban el cuidado de la criatura, menos de quien lo engendraba. Había quedado con su hermana de turnarse las guardias para no descuidar los asuntos reales, ya que Rhaenyra era copera y Alyssa aconsejaba a su padre, aunque no ostentaba el título de Mano del Rey. Acariciaba las nubes, trataba de tocar la luna y abrazaba el sol en sus primeros rayos.
—Bienvenida, princesa. ¿fue un placentero paseo?
—Trate de no verse tan aliviado, Sir.
—Sí estoy aliviado, cada que las bestias doradas las traen de vuelta, evitan que mi cabeza esté en una lanza.
—Syrax crece muy rápido— abrazó a su hermana menor, pronto será tan grande como Caraxes o Quenya.
—Podríamos hacer una carrera.
—La que pierda incubará los huevos de Quenya.
—Trato hecho— ambas subieron al carruaje—. ¿Cómo está mamá?
—Va bien, sabes que siempre está agotada.
—¿No sufrió ningún pesar en mi ausencia?
—Ni que te hubieras ido por mucho tiempo— rio por lo bajo.
—Rhaenyra, Alyssa— habló la reina—, saben que no me gusta que vuelen cuando estoy en esta condición.
—No te gusta que vuele sin importar tu condición— se quejó Rhaenyra a modo de saludo.
—Estás dormida cuando vuelo, así que no cuenta— sonrió Alyssa.
—¿Pudiste dormir?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Ya te di yo el informe antes de mi vuelo y cuando regresaste— empujó un poco a su hermana para sentarse en el mismo banco.