Parte 40 LA CONFORMIDAD DEL SEÑOR TEÓDULO SEBASTIAN DIVAL

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LX

LA CONFORMIDAD DEL SEÑOR TEÓDULO SEBASTIAN DIVAL

Teódulo sintió un nuevo alivio. Sus músculos se relajaron. Sus sienes se dilataron, estaba como un pez en el agua. «Cuánta satisfacción me das mi Flor del Diamante, se dijo para sí; cuán noble eres. No podía ser de otro modo, es una genuina Sebastián». Mientras él pensaba e interiorizaba, ella continuaba dando ese respaldo que, es natural entre padre e hija cuando se pierden en confabulaciones mutuas, en cariño reciprocados, en admiraciones dobles.

—Nunca podría sentir satisfacción con verte en la difícil situación por asumir las culpas que nunca fueron ni serán tuyas, sino de tu padre, es algo contrario a la naturaleza misma, de lo cual solo él debió asumir su responsabilidad.

—Es la justicia— sentenció Roberto—, sí, la justicia terrenal, porque la divina, cuando aquella falla y no se aplica, viene a ser mucho más implacable.

—La justicia tarda, pero siempre llega— le respondió Pedro Bautista. Es aquí en el mundo de lo posible, no en el ideal donde se pagan las atrocidades; es aquí donde es un dogma el dicho popularizado que dice: "el que la hace la paga". Eso es justicia, no divina, es la justicia que aplican los humanos.

—No tiene nada de justicia asumir la culpa del hecho ajeno, menos cuando en el momento en que estos ocurrieron, mi padre Teódulo, quien ahora asume luego esas culpas, era apenas un niño. Ese es tu caso padre y no debes asumir culpa alguna.

Mirna se sintió aliviada, realizada, satisfecha por desvincular a su padre Teódulo de los hechos de sangre y robo que pudo haber cometido su abuelo. Teódulo, es cierto, era un niño cuando ocurrieron la mayor parte y sacarlo del apuro era no solo un acto de justicia que lo reivindicaba ante Pedro y ante ella, sino ante la sociedad misma, y lo liberaba por el momento, del cuestionamiento familiar.

—Nada justifica los hechos bochornosos que cometiera tu padre o cualquier otro de tus parientes, pero no tienes porqué asumirlos. Cada quien es dueño de sus propios actos, y con seguridad Pedro también entiende esa ley natural, convertida en parte dogmática recogida en textos internacionales que rigen los derechos universales, un derecho fundamental de primera generación.

—Claro —dijo Pedro. Nadie es responsable por el hecho ajeno. Ni cargar culpas cuando al momento de ser ejecutadas no tenía esa persona la capacidad para el discernimiento, la fortaleza, ni podía por tanto, manifestar su intención ni su dominio para que llegaran a la realización.

—Cierto que este es uno de los elementos que caracterizan todo delito—, respondió Roberto, calificado o conocido como el elemento moral. Pero debemos aceptar la condena moral que cierne sobre nuestras vidas, sobre nuestras espaldas, por los bochornos del abuelo.

—Sin la intención no existe y menos si escapaba a la voluntad de la persona por estar en la edad de la primera o segunda infancia, —replicó Mirna.

—Ni siendo cometido por él mismo—, acentuó Pedro, en estas edades es posible calificarlo como culpable, menos si fue otra persona. Las culpas ajenas laceran, dañan. Si bien todo pecado debe ser pagado, como dice Roberto—, resulta cuestionable que otros paguen, tan cuestionable como que queden impunes.

Pedro se combinaba con Mirna sin planificación alguna y sin propósito para dar un espaldarazo a Teódulo y animarlo a no asumir culpas ajenas. Unas veces lo atosigaba, lo llevaba al límite, pero cuando lo veía en el borde del abismo, se replegaba, como el soldado que acorrala a su enemigo y siente pena rematarlo; como el felino cazador cuando acorrala a su presa y luego lo deja escapar, sin más nada.

Teódulo antes acorralado por Pedro quien lo perseguía como un lobo, se sentía libre cuando este lo soltaba, lo dejaba escaparse; escabullirse entre los matorrales era su destino final, pensaba «soy bien aventurado, estoy divino. He visto el demonio acercarse, atraparme y cuando creo no tener escapatoria una suerte del destino me salva. Es un milagro». «He sentido llegar el demonio de la codicia, me he sentido atrapado por el demonio de la violencia cuando se me enrostran los hechos del padre Simeón, y como heredé sus bienes materiales, es admisible cargar con sus culpas, pero pronto me le escapo a la persecución». «El deseo, si, el deseo ardiente por el dinero es un demonio que me persigue, y me encanta esa persecución, porque es un demonio fuerte, admirable, un demonio que tiene y mantiene su fuego aun en las más feroces persecuciones». Me encanta el demonio del dinero. Me gusta salir a su caza, me fascina tener más y más, porque el dinero es la mejor expresión del poder para dominar a los demás».

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