Parte 62 TEÓDULO VENCIDO

2 1 0
                                    

LXII

TEÓDULO VENCIDO

El momento en que Mirna le dijo al padre que Ricardo y ella estaban comprometidos fue como tirarle un balde de agua fría, helada en todo el cuerpo. Se obnubiló su mente y se sintió, por un instante que perdía la batalla no frente a la hija, sino frente al canalla Ricardo Flete. ¿Cómo era posible que alguien sin la tradición en las luchas pudiera, sin tener la decisión férrea para la lucha, vencer a un animal hecho para las batallas como él? ¿De qué manera podía él ser vencido por un infeliz que nunca se había visto en medio de una trinchera? Era imposible. Esa imposibilidad que asumía en su cabeza lo hizo por un momento retroceder, en otro atacar, en otro detenerse, pero sobre todo sentirse humillado por las circunstancias. La determinación y la fiereza de la hija mancillaban su nombre. Se detuvo un instante antes de arremeter. En esas fracciones del tiempo vio caer, como desde el mismo cielo, unos ligeros copos blancos solo comparables con una tenue lluvia de algodón. Mientras divisaba caer esa lluvia blanca le pareció detenerse esta con una irrupción de claridades todavía un poco turbias que se entrecruzaba entre las blancuras y las nubes un tanto grises que formaban manchas y nubarrones, una veces claras, otras pesadas y otras oscuras con una oscuridad que espanta. Los árboles del jardín bien arreglados en su mansión familiar les parecían cubiertos con escarchas. Eran visiones, pues solo él veía todo esto. Cuando entró en ese trance, se sabía obligado a proteger su linaje familiar que estaba amenazado, casi af4ectado por la desvergüenza del canalla que, no escatimaba esfuerzo para penetrarlo, influirlo, degradarlo. Recordó que antes, cuando Mirna y Ricardo se miraron, él le explicó a toda su familia que algo grande se fraguaba en su contra y mantuvo en vilo a todos los miembros asistentes a una reunión por él convocada, donde matizó los alardes fatuos, ofensivos, desdeñosos, discriminatorios y excluyentes contra los pobres, los cuales repitió en un discurso pronunciado en el parque central, a propósito de la celebración del día de San Juan Bautista, en medio de las fiestas que juntaba a pobres y ricos en Ciudad del Lago. De nuevo, al recordar aquello, en medio del ambiente que sentía hostil, vio caer nuevamente una cortina llena de copos blancos como tirando destellos luminosos en todo el huerto. Se dibujaban en todo el espacio del patio una figuras extrañas con las nubes que iban formando densos nubarrones al lado de los árboles y entrecruzados con estos. Sentía el viento helarle las entrañas, como si estuviera en medio del antártico durante el pleno invierno. Se detuvo. Supo que eran visiones que solo estaban incubadas en su cabeza, se sacudió como quien despierta, se tocó la cabeza con leves golpes y supo que su sensación no tenía acierto ni concordaba con la realidad. Era la rabia que lo llevó a tener esas visiones. La impotencia por lo escuchado por su propia hija que lo transportó a ese mundo ficticio donde nadie más que él podía llegar ni imaginar. Hizo silencio y sintió que toda la ciudad estaba sumergida en ese silencio profundo y atroz, carraspeó y se dispuso a continuar hablando.

—¿Pero niña, tú te has conservado durante tanto tiempo para recoger lo peor que puede pisar la tierra? ¿No sabes quién es este tipejo? ¿No comprendes, que ese a quien has presentado como tu prometido pertenece a aquellas clases sacadas desde el mismo centro de las alcantarillas, es la peor, entre todas las escorias humanas llegadas a Ciudad del Lago en los últimos tiempos porque sus miserables vidas no resisten los desafíos de la convivencia en esas lomas?

—Detente, detente, detente— le dijo Mirna—, por favor no sigas que esas expresiones no son propias del hombre que he conocido durante mi vida, del padre amoroso, tierno y tolerante que una vez fue mi ejemplo. No sigas por favor. No eches al vacío aquella imagen que aún conservo del hombre generoso que luchaba hasta el sacrificio por los otros. No repitas aquello que hiciste cuando me devolviste al destierro.

—¡Detente! —, pues no me detengo. Este y su miserable entorno familiar se han trasladado, mejor dicho, se han mudado, únicamente por supervivencia, porque con lo poco producido por sus míseras vidas no tienen ni para mal vivir, no pueden ni sobrevivir como animales de las más bajas calañas como en efecto son.

Bodas de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora