Parte 42 EL TRANCE VIVIDO POR MIRNA SEBASTIAN HERRERA

4 0 0
                                    


XLII

EL TRANCE VIVIDO POR MIRNA SEBASTIAN HERRERA

Mirna Sebastián Herrera se encontraba en un trance nunca antes vivido, nunca antes provocado por nada, al cual había entrado sin proponérselo, ni imaginarlo, por la particular situación nacida con su amorío. Ninguna cuestión anterior la había colocado en el estado de perplejidad y todo se debía a su inclinación por Ricardo Flete Vargas. Sintió atracción, admiración, respeto por aquel individuo nacido en estrato bajo del pueblo. Sí, admiración y respeto, por su porte, por su cuello ancho, por sus espaldas amplias por sus brazos fuertes, por su cuerpo atlético, por su mirada penetrante y limpia, por sus cejas copiosas, por su cabello bien peinado, en fin, por su porte. Esa apariencia le provocaba espanto porque en nadie se había fijado en ese modo, porque nadie le despertó antes la moral, y quería recordar y mantener esa apariencia fresca en su memoria. Recordar siempre, cuando por primera vez sus miradas se cruzaron, esa camisa blanca de un blanco copioso como una finca inmensa de algodón, almidonada, filosa que mostraba su pecho erguido y su carácter firme.

Nunca pensó encontrarse en una disyuntiva similar. Perdida entre dos caminos contrapuestos. «¿Qué hacer?», se preguntaba en silencio. Y no encontraba la respuesta adecuada para responderse esa interrogante. «¿Qué hacer», se repetía innumerable veces. Esa pregunta se repetía en la conversación consigo misma pero no encontraba una salida airosa a aquella situación.

Este trance, por así decirlo, posiblemente no había sido vivido por alguien, menos imaginar que despertara en ella un sentimiento parecido. Soñaba despierta, entre dormida y despierta y se introducía en un ideal solo concebido cuando una mujer se sabe ser una princesa deseada; se introducía ideando su figura futura, en una misión capaz de infundirle una visión transformadora en la mujer más amada. Dormitaba. Entre dormida y despierta, contemplaba al joven al cual había visto aquella tarde en el parque central del pueblo, en Ciudad del Lago, y su vista se posara sobre él largas horas hasta llegada la noche; recordaba haberse enredado en su mirada, a quien sin embargo no le hablara. Desde entonces su cuerpo estaba colmado por aquella mirada cargada de una virginal inocencia, henchida con esa bondad tan abundante que la minaba toda, llena de una pureza descomunal, inmensa, imperturbable. Deseaba encontrarse nuevamente con él para recibir otra vez en todo su esplendor esa fúlgida mirada del amado misterioso, en la cual adivinaba estar en presencia del hombre que posee un alma limpia y enamorada. Mantenía fijada en su memoria la imagen perfecta que divisó en aquel jovenzuelo, la ternura sin malicia, el encanto puro, rústico, sin labrar. Se preguntaba si él dedicaba un solo minuto para soñarla. «¿Me pensará, me soñara?», « como lo hago con él desde el mismo momento que le vi». Pedía una señal al cielo, rogaba a las estrellas compasión; quería ver ante la faz del crepúsculo una luz que le guíe a donde encontrarlo porque de pronto le dijera donde estaba él. «Llévame al lugar donde se encuentra», imploraba a una estrella cuando por la noche salía reluciente. Todos los días llegada la tarde se preparaba para verle, untaba sus mejillas con polvos rojizos, sus labios cada vez mejor pintados, y mantenía su cuidado cada vez más delicado y tierno.

—Dame sabiduría para encontrarlo sin perder el tiempo, para verlo, para saber si puedo seguir con esta angustia que me aniquila—, le dijo a una imagen de la Virgen de las Mercedes que se presentaba en su espejo, porque estaba colocada en la parte atrás, frente a este.

Ella no respondía, pero le parecía ver un movimiento vertical de cabeza, como si la virgen le hablara, respondiendo con señales.

—Tú sí que eres grandiosa—, le replicaba. Basta con que te pida algo y me lo concedes, con la simple expresión del deseo, del anhelo y ya, ahí mismo me respondes.

Bodas de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora