Bodas de Fuego

Parte sin título 20

XX

LA DIMENSION DE MIRNA SEBASTIAN HERRERA SEGÚN EL PADRE

Mirna Sebastián Herrera era la donosa princesa para la cual, a los ojos del progenitor Teódulo Sebastián Dival no existía mortal alguno con las cualidades para merecerla, con la capacidad que lo hiciera merecedor del disfrute de esa flor primaveral. Nadie merecía ser su compañero. Él la observaba en cada acto y la consideraba tan alta que ningún nacido en las tierras occidentales tendría el nivel visto en ella por el padre. Ella se miraba con asiduidad; cuanto más se revisaba en su tocador y se empleaba en su cuidado personal, se apreciaba a sí misma, tanto más hermosamente ataviada, y, rodeada por una aureola personal exquisita, le llegaba ese resplandor que irradiaba su hermosura con una luz divina. Sin embargo cuando se sabía bordeada con esas ampulosas riquezas propias en su familia, a veces la ruborizaban, y otras tantas la palidecían.

La voluptuosidad vista en sus curvas severamente pronunciadas, le imprimía una lucha fiera con su propio interior. Las mejillas sonrosadas, parecían palidecer cada mañana cuando al mirarse a su espejo, se encontraba más hermosa y deseada, a la vez en ella se intensificaba la dulzura provocada por lo delicioso que se tornaba su incipiente amor, descubierto por Teódulo Sebastián Dival en la flagrancia del nacimiento, en su propia esencia, al momento mismo en que asomaba su primera manifestación.

Mirna Sebastián Herrera se inquietaba con la suposición de una desdicha anticipada por la severidad del padre, quien desde el mismo instante del nacimiento del más puro y divino amor no solo lo reconoció, no solo descubrió su llegada, sino también manifestó indiscretamente una hostilidad imprudente. Pensar en ello cuando se encontraba más hermosa y amada le daba a Mirna una sensación del desprecio sentido y exteriorizado por el padre hacia Ricardo Flete que sin saberlo, era el desprecio por ella misma. A la vez buscaba en su interior la complacencia oculta en su alma y la forma en que podría descubrir los misterios envueltos en el naciente amor, y se preguntaba ¿cómo hurgaría en las interioridades del enamorado misterioso?, a quien desearía conocer en todo su esplendor.

"¿Quien será ese apuesto mozo", se preguntaba temblorosa.

"Ella, la flor de diamante, la expresión excelsa que la hidalguía exaltaba y el poder representaba, quien siendo reina desde la adolescencia y continuaba siéndolo en una época recién pasada, ahora ¿estaré colocada en la mira de un fiero cazador?", se imaginaba, o tal vez, "¿en la dulzura que expresara un hombre encantador con su voz densa, con finas y suaves melodías capaces y suficientes para embelesar su alma atormentada por la indecisión?"

La hombría era bien pronunciada en Ricardo Flete y por ello este varón su amor inflaba, su amor agigantaba, acrecentaba y ensanchaba a una cantidad insospechada. "Es el delicioso tesoro de la vida", se dijo con seguridad al tiempo en que se sentía amada como nunca antes. Esa gentil mirada que le diera Ricardo Flete aún días después la abrumaba.

Al mirarse al espejo, repetía sin perder un detalle el cruce en el que se envolvieron sus ojos hasta perderse en esas enredaderas voluptuosas. Estaba prisionera, rodeada esos lazos.

Batallaba en sus fueros internos. A veces se sentía lúcida a veces turbada, de cuando en cuando se veía entrar triunfal las escaleras del trono arzobispal, otras tantas se consideraba perdida por no lograr el sueño más anhelado por toda mujer. Subir al altar llena de dicha vestida con un traje blanco copioso. Una campal batalla libraba en sus sentimientos, contrapuestos con los del padre y sus creencias. Se sentía vigorosa, fuerte unas veces, otras caía vencida debido a la incertidumbre. Se perdía en un laberinto de reflexiones profundas, tenía la necesidad de sumergirse en hondas meditaciones, y al salir, liberada, rotas sus cadenas, se hallaba triunfante.