XVI LOS TEMORES DE MIRNA SEBASTIAN HERRERA

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Mirna Sebastián no podía creer cuanto escuchaba salir como tornado que arrastra todo a su paso por la boca del padre Teódulo Sebastián Dival. Aquel hombre grande, ese gigante, dueño, poseedor de las sutilezas verbales que se manifestaban a favor del oprimido; quien fue el propietario del destino labrado con las ideas cargadas del sentimiento y la vida, llenas del milagro que evocaba la lucha por todo un pueblo, ideas esperanzadoras que se identificaban con los más sanos intereses sociales, ahora verlo ser la misma persona donde se anidan estas bajezas. No lo podía creer. Jamás lo entendería. ¿Cómo se puede llegar desde la cima a la sima sin antes pasar el centro, la parte media? ¿Cómo pasar a ser un diablo cuando se ha sido ángel? Esa metamorfosis ni Mirna con su vasta instrucción podría asimilarla como si nada pasara. Se convenció que la locura le había carcomido el cerebro, cuando el padre prosiguió con su discurso desenfocado al decirle sin reparar que a su alrededor se habían amontonado varias personas del entorno familiar a presenciar la acalorada discusión.

Teódulo Sebastián le inquirió con fortaleza:

—La luz dorada que está en tu ser —continuó Teódulo —se amplifica, pero solo quiero y aspiro hacerte entender, la invalidez del sacrificio que estás por emprender, a punto de encarar, mi adorada princesa, mi Flor del Diamante, mi joya finamente labrada, mi estatua seriamente tallada.

Teódulo trataba en vano de conmover su sensibilidad como cuando era niña con las mismas expresiones con las que le mostraba el cariño paterno y las cuales utilizadas en la infancia para dormir a su hija al compás del cuento favorito que le contaba cada noche. Olvidaba que Mirna ahora estaba convertida en toda mujer. Esto no resultaría suficiente para convencerla en esta altura de su vida adulta y realizada. Sabía el propósito del progenitor; eran viejas tácticas, mañas añejas utilizadas por Teódulo durante toda su vida, y Mirna Sebastián conocía muy bien cómo contrarrestarlas. A sabiendas, cambió el tono en su respuesta. Bajó la voz y le introdujo un matiz melodioso. Quiso ser simpática y a la vez rigurosa, flexible y resistente al mismo tiempo, porque no transigiría aunque al padre le pareciera un cambio que la inclinaba a ello.

—No padre—, respondió con voz dulce Mirna Sebastián—, todo lo ocurrido y observado por ti la noche pasada fue obra divina, la llegada del milagro, algo divino, insuperable.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —dijo alborotado el padre. Mi hija más temprano que tarde entraría en razón— repitió orgulloso de haber logrado su asaña—Vamos a brindar...

Mirna Sebastián lo interrumpió cuando se aprestaba a mencionar la movida con la cual brindarían.

—Esta, (como dices tu joya finamente labrada), quiere bajar desde esa altura intocable en la cual la has colocado para saberse mortal, para considerarse mujer. Saber que desde las alturas es posible descender hasta llegar no a la sima, no al abismo, pero si colocar los pies en la tierra que pare a todos y de donde sale todo mortal, y a donde llegarán a descansar en la hora esperada del final, la partida.

Teódulo Sebastián adquirió nuevamente su semblante sombrío y duro. Adoptó su vieja postura rígida, inflexible, insensible.

—¡Jamás! —dijo él con rabia —. Nunca —. Jamás repitió como a quien no le bastaba decir un no tan rotundo y fuerte ¿Saberse mujer para qué? Ya lo eres—sentenció fulminante Teódulo Sebastián Dival. Jamás, nunca, nunca nunca— repuso.

Mirna en cambio aunque le hablaba con firmeza, al mismo tiempo lo hacía con dulzura, con esa misma dulzura que le marcara desde la niñez, el trato con su padre, a quien veneraba, amaba como a nadie hasta el delirio. Quien era el ídolo insustituible que fijara en su memoria, su héroe eterno... Le dijo con esa suavidad infantil revivida como añoranza:

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