VI
"Deslumbrante de frente, delicada de perfil, los ojos azul oscuro, los parpados gruesos, los pies bien formados y menudos, las muñecas y los tobillos admirablemente torneados; la tez blanca, dejando ver aquí y allá, las ramificaciones azuladas de sus venas; la mejilla infantil y fresca, el cuello robusto de los junos aginetas, la nuca fuerte y flexible, la espalda como moldeada por Coustou, tenía en su centro un hoyuelo voluptuoso, visible a través de la muselina; una alegría ribeteada de delirio; escultural y exquisita; así era Fantine; y bajo aquellos trapos, se adivinaba una estatua, y en esa estatua, un alma". Víctor Hugo.
La belleza extrema visualizada en la mujer parecida a una diosa, inmensamente hermosa y angelical, se veía diminuta ante la exagerada cantidad de arreglos florales virtuosamente configurados y colocados con vehemencia en el interior de la Catedral de Piedras. No podía sin embargo negarse la inmensidad de la hermosura que era característica en Mirna Sebastián. Esa niña con deliciosa y cándida mirada, era sin dudas, una favorecida por la gracia divina. Su inocencia brillaba igual que su sonrisa; una irrupción de su juventud y su gracia inundaba aquel lugar sagrado. Su rostro radiante, sus ojos ingenuos llenos de una tenue y alegre luz, parecían evocar las auroras del alba al asomarse el sol con sus primeros rayos matinales, esparcidos por todo el horizonte, y las brumas rojas, confundidas con las blancas nieblas. Su luz inundaba las mañanas con aquellas auroras de los amaneceres, cuando se confunden con los primeros rayos del sol, los cuales desde lejos, parecían vigilar tanta dicha, y, asistían, en una especie de mezcla con el cielo, en una vaga sensación de complicidad, al éxtasis cargado por bendiciones infinitas, y candorosa quietud iluminada, inspiradora de las más profundas meditaciones y de los clamores sobre los cuales estallaban muy pronto, los más dulces ruidos de alegría. ¡Qué alegría!; ¡Qué aurora! Esa aurora que en las mañanas soleadas parecían más sublime cuanto más se elevaban sobre el horizonte y que se apreciaban más audaces, tanto más permanecían en las alturas.
El horizonte era denso y en esa densidad se bifurcaba con temeridad una gran luz con la que se iluminaba la historia, se deslumbraban los hombres y se extasiaban las mujeres. Así estaba Mirna, extasiada. Parecía desafiar con su formidable hermosura, las bellezas más sublimes de la naturaleza; irradiaba con su inmensa luz, las penumbras que a veces sufren los pueblos, las sombras en las almas de los hombres y parecía cambiar el curso a la historia en Ciudad del Lago, resistiendo como antorcha, o como un gran relámpago, las más espantosas catástrofes, preservando en la cumbre todos sus valores, todo su esplendor y haciendo frente al destino con ese manojo de valores con los cuales se adornaba su alma, y, por el poco miedo infundido era portadora de esperanza, de confianza. Como valor espartano lo utilizaba cual diosa colmada de virtudes. ¿Qué provocaba ese éxtasis en Mirna Sebastián? ¿Qué por así decirlo, dejaba paralizada esta mujer de encantos insuperables? ¿Cuáles transfiguraciones gobernaban su espíritu enternecedor? ¿Cuáles hechos y por qué dominaban momentáneamente su atención, al extremo que la dejaban paralizada, perpleja, sin dar un paso ni decir nada?
Sin duda, la dicha devenida de los actos y sucesos seguidos unos tras otros sin una sola pausa hasta culminar como tenía previsto con la unión esperada entre ella y Ricardo Flete, bendecida por la cúpula de la Iglesia en Ciudad del Lago, a pesar de las restricciones conocidas que normalmente eran impuestas por las autoridades eclesiásticas; a la vez, el sufrimiento provocado al saber que su ser radiante y transparente se veía opaco, diminuto, ante los arreglos florales cuidadosamente colocados en todo el salón augusto en la casa de Dios. Cuando el sufrimiento le infundía saber cuán pequeño e insignificante, se tornaba la grandiosidad del olor vertido por su perfume, ante la exhalación del aroma de las flores invadiendo todo el lugar y expandiéndose varias cuadras circundantes a la Iglesia. No obstante allí, en la desproporción más afrentosa, conservaba la castidad de su inocencia y la perennidad de su pureza. Esa era Mirna Sebastián Herrera. En ella todo era gracioso; su color opalino y sus ojos dulces, sombreados copiosamente por largas pestañas negras, expandían su graciosidad sin límites. Sus cejas copiosas exquisitamente arregladas, armonizaban con su justa frente. El tinte de su rostro era pronunciado en sus mejillas, y delataba el cuidado que le daba a sus arregladas mandíbulas.
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Bodas de Fuego
General FictionMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...