XLV
MUCHOS SOBRINOS
Los presentes respiraron tan profundo que se escucharon suspiros desesperados. Sintieron un alivio cuando el padre, saliendo del misterio que los mantuvo por largos ratos con los pensamientos desviados hacia posibles rarezas finalmente hablaba sobre el verdadero asunto. Teódulo, durante tanto tiempo no le dio la noticia, solo los mantuvo en suspenso para provocar la angustia que los llevó a pensar en una situación o enfermedad catastrófica sufrida por la hermana, y cuando el padre dijo "nos traerá a un desarrapado", Hipólito, con aire del hombre sereno dijo:
—Muchos sobrinos... Esto le dolió al padre en el interior más profundo que quiso disimular volteando la cabeza y mirando a otro lado.
—¡Ahhh! no les he contado todo, se llama Ricardo, sí, Ricardo Flete Vargas, hijo del loco Emiliano Flete un pequeño productor de café tan conformista que... Su huerto, a pesar que existen tantas tierras baldías, apenas le da para producir malamente el sustento, la supervivencia en medio del hambre. Su abuelo es Emilio Flete, un pobretón quien en épocas anteriores cada cierto tiempo era sorprendido por unos ataques de locura, los cuales obligaban a familiares y amigos a darles soga como a un andullo, sí, soga hasta amarrarlo dejándolo todo envuelto, colocarlo en un cepo por meses, a veces por años; no cuentan para vivir, sino con el sol el cual a diario brinda sus rayos a cualquier miserable; cuentan apenas con el agua del río, la cual brota para todos, con la gracia divina y la oscuridad propia de la noche, capaz para arropar a todos, con su manto nebuloso, con sus tinieblas.
—No exageres padre— dijo Teódulo hijo—, nadie sobrevive con ese cuadro que pintas, ese cuadro tétrico, esa pobreza material que no le permita ni comer lo indispensable para seguir con vida.
—Es todo cuanto tiene este infeliz, este sin nombre, sin familia. O mejor, aquel descendiente de locos, enajenados mentales convertidos en reales peligros para la sociedad, ahora un peligro inminente para la dinastía Sebastián-Herrera.
Mientras el padre hablaba del asunto, sus facciones se desconfiguraron, mostraba muerte con sus fauces horrendas que delataban su pesadumbre, su abrumadora tristeza. Su cara se puso, adoptó una postura terrorífica, sus ojos centelleaban fuego, sangre y fuego. Tomó un vaso que estaba en el bar del salón, echó un poco de whisky, lo puso lleno y lo bebió. Un solo sorbo fue suficiente para vaciar el vaso y volver a llenarlo, mientras lo tomaba prendió un cigarrillo y en medio del entorno inhalaba el humo que luego soltaba por su boca y nariz formando copos grisáceos. Retomó el tema, traspasado por el infortunio que sentía le punzaba el estómago. Un dolor lo atravesaba desde un lado hasta el otro como sabía que amargo sería el sabor del peligro que traía consigo el joven que rompería su imperio al penetrar su estancia. Era una tempestad que devoraba sus sienes. Sus mandíbulas crujían. Se avecinaba en Mirna Sebastián Herrera y Ricardo Flete el deseo insaciable que lo haría vomitar sangre, su propia sangre. Él lo sabía.
—La mirada fija que se dieron mutuamente la Flor del Diamante y aquel cuyo nombre prefiero no mencionar, no dejaba espacio a la duda. La dulcísima mirada se cruzaba entre ellos, le deba un encanto misterioso, pero a mí, a mí me provocaba un odio incalculable; mientras sus ojos fijos del uno sobre el otro, irradiaban amor por todas partes, por doquier amor a simple mirada, yo en cambio, confieso me consumía en un odio interminable. Yo por mi parte le daba a este desgraciado infeliz una fijada ardiente cargada con un ardor incontrolable. Una fuerza inmensa me empujaba, me incitaba, me decía que lo derribe, que con un golpe le tumbe sus mandíbulas.
Todos rieron a carcajadas, mientras Teódulo vomitaba fuego, odio, desgracia.
—Se dieron dos miradas simultáneas— dijo. La que salió del amor, que ellos se dieron, la cual se entrecruzaba refulgente, con ternura, era una mirada enamorada entre Mirna, la Flor del Diamante y aquel maldito Ricardo Flete, y la otra, aquella mía, dirigía a éste igualmente fúlgida pero cargada del más fiero odio. Mis ojos fueron llamaradas capaces de quemar las sienes del atrevido amante. Amargos suspiros exhalaban mis entrañas.
—Era mejor dejar las cosas pasar para que no sufrieras ese enojo, esa desolación, esa perturbación a tus sentidos que en lugar del bien hacen mal porque pudo afectar tu salud. La vida sigue y no es necesario preocuparse por asuntos que no merezcan la pena— le dijo Roberto desde el rincón donde calmaba a la madre Griselda Petra.
—No entiendes lo que se siente cuando tu estirpe es amenazada por un peligro al que sabes nada lo detiene. Ellos se adoraron sin saberlo, yo los odiaba conscientemente y aborrezco aquel infeliz con todo furor.
—No sabías que se amaban, no tuviste certeza porque ni se hablaron. Ningún amor se materializa sin comunicación, sin tocarse, sin un roce. La calentura solo se aprecia cuando el frío ataca y la necesidad de juntarse los une; el calor humano desde lejos no se siente ni se aprecia, lo desconocido puede ser atractivo pero necesita del espacio cercano para unirse. Nada ocurrió— dijo Hipólito. Cuando el hierro es candente forja el fuego; cuando el amor es ardiente forma el hechizo. No nos adelantemos. Esperemos.
—Eso piensa porque no los viste— dijo el padre. Su concentración fue tal uno sobre el otro que ninguno se dio cuenta que estaban rodeados por mucha gente, no se percataron la existencia a su alrededor de otras tantas personas.
—Era imposible percibir algo como eso. Creo que el exceso de celos te hizo ver lo inexistente; lo imaginado. Conozco la fertilidad imaginativa que posees, pero eso no quiere decir que construyas una columna que vayan del cielo a la tierra a alcanzar tus propias desdichas, esas que imaginas y nunca encontrarían ecos en la realidad.
—Deberías estar en el lugar a esa hora y estarías convencido— respondió el padre. Le hablaba a Mirna y se limitaba a responder un escueto sí, o un simple no, aun cuando la pregunta o la conversación no ameritaran ninguna de esas respuestas.
—Puede que sea tu imaginación la que creaba esa fantasía con la que trepas las escarpadas tierras, y forjas hazañas belicosas. Tu fortaleza es tal que nada desdeñoso te detiene.
—La arrogancia— le dijo. La voluntad arrogante con que se soñaban no escondía nada, ni dejaba nada a la imaginación. Al ver a mi Flor del Diamante en ese momento, el corazón rebosante, ay!! Se perdía lentamente en el espacio sideral al que la condujeron los encantos provocados en ella por aquel desprovisto de virtudes. Él por su parte no se enteraba de nada cuanto ocurría a su alrededor. No había para ambos, signos que expresasen otra cosa que ellos. No repararon en gente, en tiempo, en objetos. No había primavera por más florida que fuera, no sabían del invierno por frío que hiciera, no repararon en el otoño aunque las hojas les cayeran sobre sus pies y formaran corchas, no sintieron el verano rico en frutos por más que madurasen a sus espaldas. Se enfocaron uno en el otro en masticarse como los frutos eternos del verano.
—¿Cómo no dudar del mal que así se exprese? Porque el amor así no es sino un mal padecido que enreda, que desmaya, que enferma y envenena.
—Amargo fue ver todo eso. Dulce quizás para ellos fue andar perdidos entre las esperanzas del amor a simple vista, pero amargo para mí. Había que verlos. El pasillo estaba separado por una hilera de personas quienes pasaban inconscientes del destino que acercaba esas dos almas y a la vez, separaba una de ellas del amor verdadero que le daba sin reservas su amado padre. Durante largas horas fue preciso presenciar tal espectáculo deprimente. En vano trataba de hacer terminar el hechizo nacido con esa mirada y llevarme a mi Flor del Diamante para interrumpir el celestial encuentro. Nada. Sus almas parecían envueltas en nuevas esperanzas, en deleites desconocidos, renovados con cada segundo que pasaba. Con contemplarlos en ese idilio me estremecí tantas veces... ¡Qué horror!
—No veo nada insensato en esto para provocarte esa amargura—, le dijo Roberto— no logro entender qué tiene de malo ese encuentro para sufrir una metamorfosis similar a la expresada en tus facciones, no hay en esto una incitación a transformarte en ese ser despreciable, en el cual veo te has convertido—, repitió Roberto al padre, con una sensación de complacencia y enojo al mismo tiempo, la cual a Teódulo molestaba.
—Piadoso es el amor que cura las más atroces enfermedades; esperanzas van, esperanzas vienen con el amor; el alma toma calma y paciencia, crece la voluntad porque el amor domina todas las cosas y gobierna todos los campos. Hace caminar la vida llena de gozos—, dijo Eugine.
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Bodas de Fuego
General FictionMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...