XIII

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Entre cavilaciones, sueños y divagaciones como estas vivía Teódulo Sebastián su mundo fantasioso. Mientras Mirna Sebastián Herrera, por su estadía prolongada en Europa había alcanzado el conocimiento del romanticismo castellano, dadas sus interminables lecciones del estudios y la dedicación a cultivar la métrica castellana, la verificación, la lingüística, retórica y otras figuras del perfecto decir; a quien la lectura detenida y minuciosa de los clásicos y los grandes romanceros castellanos la había dotado del conocimiento de aquellos, le granjeaban conocer su forma y sus estilos, en cuya formación había influido la poesía romántica, las rimas y leyendas del prodigioso versificador Gustavo Adolfo Bécquer y la poesía completa del germano Enrique Heine, dominaba hasta cierto punto la verificación. Teódulo Sebastián, sabedor de que su hija Mirna era dedicada a ello, que ubicándose en las lecturas del elenco formado por los escritores posteriores conoció a Rubén Darío, su poesía moderna, sus versos azules; a Pablo Neruda, y un sin numero de los llamados post modernos, sentía, sabía que las debilidades propias en sus ideas y la iniquidad eran aparentes en sus actos. Teódulo entendía perfectamente en los momentos donde el esplendor y lucidez hacían su llegada a su trastornado ser, que todo cuanto hacía era contrario a la naturaleza del espíritu amoroso y tierno del padre que había nacido y crecido en él, y odiaba el designio por él tomado para con ella. Aborrecía la pretensión afrentosa creciente inclinada a guiar siquiera los pasos de sus amores.

Estaba consciente de cuán afrentosas e imposibles eran sus planes e ideas que lo incitaban con inusitada tozudez a seleccionar, previo búsqueda sigilosa sus amoríos, inquirir quién sería el afortunado que llenaría sus desvelos y elegirlo como el amor de su hija, pues, esas ideas se tornaban en lo contrario de todo cuanto había profesado sobre la libertad y con ello él mismo se convertía en un ser inexistente. Elegir este, con quien Mirna compartiría sus penas, alegrías, tristezas, llantos y rizas nunca sería aceptado por ella. Para ella constituía una determinación contraria a su talento. Era una imposición afrentosa, inaceptable, osada, la pretensión del padre a decidir por si, y a expensas suya, la vida amorosa que merecía llevar su hija, a la cual había forjado con un carácter indomable y él no lo ignoraba.

Por igual, esta no ignoraba su derecho para elegir. Era ella, la única con la libertad y exclusiva competencia para decidir su vida amorosa o de cualquier naturaleza, quien estaba dotada con las herramientas naturales para tomar las decisiones que afectarían positiva o negativamente su existencia.

Mirna entendía y así lo expresaba que la libertad de nacer y decidir son consustanciales. Según sus propias palabras, aceptar las imposiciones del padre Teódulo Sebastián, era como contrariar las naturaleza misma con que fue dotado su espíritu, ignorar la gracia con la cual fue premiada por la naturaleza, defraudar el libre albedrío con el que desde su creación divina el señor la forjara, aniquilar la voluntad del Dios omnipresente ante el maniqueísmo expresado por su progenitor, contrario a la condición más sagrada de la creación. "La libertad". No podía echar por la borda los dictados de su propia conciencia libre y pura, para ceder a los caprichos anidados por los otros aunque sean los del propio progenitor, quien, con razón o sin ella, pretendía decidir sobre algo tan vital sobre lo que la vida misma le había otorgado a ella la exclusividad.

Ella nació libre conforme a la voluntad divina. Su libertad se ensanchaba cuanto más se profundizaba su instrucción. De espíritu libre ha recobrado tanto más libertad y conquistado el derecho a elegir con quien unir el resto de sus días. Su alma igualmente libre adquiriría dimensiones mayores de libertad, decisión y poder de control y dirección para todos los actos de su vida, y no podía aceptar los designios del adorado pero terco padre quien buscaba atarla a una vida infernal, bajo tratos amorosos vejatorios y contrarios a la naturaleza humana.

Los tratos planificados por su padre en su ausencia no les eran propios, porque son en esencia, los actos ajenos y estos, planificados por otros a quienes no les podía contar sus penurias, porque no conocían sus dolores no les atañen. Quienes ignoraban sus sufrimientos con sus detalles, no sabían cuáles hechos permitirían conseguir su felicidad, ni cuáles le llevarían al precipicio del infortunio, a la desesperanza, o a la ignominia.

El amor decía Mirna Sebastián, no debería estar sujeto a los extravíos que los otros hagan, pues el amor debe ser espontáneo y su sinceridad no depende sino de los lazos mediante capaces y suficientes para fortalecerlo. Esos lazos son aquellos seleccionados y escogidos por sus fieles, por quienes lo sienten y lo sufren. Quien no los padece en sus fieros internos, no entiende sus medios ni sus formas para salir del ostracismo. El amor debe dejarse flotar con la misma intensidad del viento y con la libertad del pájaro, en tanto se asimila a un ave en vuelo sin rumbo fijo. Lo contrario es ir muriendo en vida, pasando las horas enteras en profundas lamentaciones por su suerte, tratando sin éxito, consolar la pena que tal desatino causaría. Mirna Sebastián entendía las razones esgrimidas por Teódulo; tenía consciencia del amor por ella del padre; conocía bien ese amor inconmensurable sin limitaciones ni reserva brindado a ella por su progenitor. Sin embargo no estaba dispuesta a morir todo cuanto le resta de vida ahogada en un infinito mar de lágrimas, y eso sería lo único esperado si aceptaba complaciente los deseos del padre Teódulo Sebastián Dival. La lucha contraria a los deseos atrevidos del progenitor, le garantizaría mantenerse libre y en pie para la lucha, renunciar a esto, también sería renunciar a su lucha por la igualdad empuñada como filosofía de vida, como una condición vital. Sería renunciar a vivir en dignidad.

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