La Iglesia estaba llena por todos los rincones, repleta de los invitados, casi toda la población en Ciudad del Lago formaba parte del espectáculo inmejorable, único en su clase, sin par en las comarcas aledañas y lejos de ser emulado en las ciudades cuyas economías por su prosperidad, compiten con el desarrollo económico exhibidos por aquella ciudad de bendiciones, única en toda la América Hispana. Todos se arremolinaban en las largas filas de asientos pretendiendo ser los primeros en presenciar la parte religiosa del acto conocido como la emancipación del ecanto nunca vivido, las bodas de fuego. Se empujaban unos a los otros con tal de llegar a la parte delantera, acercarse al púlpito donde se encontraba el Obispo frente a los novios. Otros oraban con los ojos cerrados y en voz baja, rogando al Todopoderoso que les permitiese escuchar las palabras del Obispo.
En las afueras de la Casa Divina, una extensa hilera con variadas especies era visible, numerosos arreglos florales provenientes de las más importantes Jardinerías y floristerías existentes en la ciudad, en las demás ciudades de la región e importadas del extranjero, llenaban las dos orillas de la calle principal, tres leguas, varias cuadras anteriores de la entrada a la Iglesia. Los habitantes comunes, igual que los pertenecientes a la alta sociedad en Ciudad del Lago; los residentes en la ciudad de Santo Domingo y otras importantes ciudades de la isla La Hispaniola, cuyo abolengo, opulencia y alcurnia se ponían a prueba y manifiesto en estas "bodas" vieron con estupor, todas las calles circundantes y por donde se llegaba a la "Casa de Dios" enteramente cubiertas por alfombras rojas y acolchadas con las más variadas especies florales, por donde había pasado la novia en su ida hacia el altar, como forma pretenciosa para enrostrarle a los humildes la superioridad de unos pocos y bajar a los que se consideraban estar arriba, para llevarlo desde la cima hacia un sitial ínfimo respecto del suyo. Para algunos, este constituía un ejemplo fétido que salia desde la podredumbre del interior social que lleva al eonjo, como era visto por la mayoría, o el escarnio vicioso en el cual se había convertido aquella sociedad con amplias bendiciones para unos, pero estercolera para los otros.
Los familiares del novio Ricardo Flete: sus padres, hermanos, sobrinos, primos, amigos, y, un sin número de invitados todos salidos del seno social donde se había desarrollado, su clase social, asistirían al encuentro de esos dos mundos diferentes unidos por vez única en las bodas del siglo. Emiliano Flete, su padre, un iletrado cuyo modo de vida era el cultivo y la producción del café en la parte montañosa ubicada al norte de Ciudad del Lago, unas lomas frías difícil para habitarlas, junto a su madre Ofelia Vargas, también iletrada, quien vivía del sustento patriarcal, marcando lo poco suministrado por su esposo al hogar familiar, con una vida simple resumida en el acompañamiento al abnegado esposo Emiliano, a todos los sacrificios del destino. No obstante la pobreza material, esta familia estaba dotada de una dignidad a toda prueba, una decencia insuperable resaltaba en sus vidas; eran poseedores del honor que sobresalía por todas partes; un decoro poco visto adornaba esta familia, aunque todos sus miembros eran materialmente pobres, casi indigentes. Eran tan pobres en bienes patrimoniales, como ricos en honor y talante. Sus hijos mayores, Marianela y Emiliano Flete, la primera había emigrado a Europa en la parte final de la década del 1980, donde vivía desde entonces sin posibilidad para el retorno a su país con mejores condiciones de vida; el segundo, había ingresado a la Policía, Cuerpo del Orden en la Nación constituido por civiles armados que en el país constituye el más elevado antro de putrefacción y donde se gesta la peor corrupción que pudiera ser manifestada en cualquier parte de la sociedad, en cualquier institución pública o privada. Con los valores inculcados por su familia, éste no tendría posibilidad para el acenso social ni económico, no tenía la desdicha de renunciar a sus pruritos morales para convertirse en un deshonesto e insertarse en el medio policial tradicional marcado por la acumulación de riquezas nunca justificadas, pues, devendrían de actos reñidos con la honra y el decoro del cual lo habían colmado sus progenitores. A unos diez años perteneciendo a dicha institución del orden, su vida era miserable igual que en sus inicios. No tenía medios para vivir dignamente con su bajo salario, pero, contrario a la generalidad de los miembros enclavados en esa podrida y desacreditada institución, no se dedicaba al macuteo ni al robo. Podía como pocos, levantar su frente a la altura donde se encuentran las nubes.
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Bodas de Fuego
General FictionMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...