Parte 61 LA DECICIÓN DE MIRNA SEBASTIÁN HERRERA

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XLI

LA DECISION DE MIRNA SEBASTIÁN HERRERA

Como golpe de pura sublimación de su alma; como elevación del espíritu que engrandece su corazón, cuando soplaba a bocanadas el crecimiento de su estatura femenina; con la seguridad que imprimía su personal carácter, Mirna Sebastián Herrera tenía decidido su destino. Había resuelto efectuar sus bodas con Ricardo Flete sin consultarlo con este, y sin importar la rabiosa oposición que pudiera encontrar en su progenitor. La resistencia del padre sería un aliciente para no dejarse intimidar y continuar los preparativos del acto nupcial previamente planificado, y, la fecha guardada como un secreto en un cofre bien cerrado, sería divulgada sorpresivamente en la casa frente a todos. Entendía cualquier objeción del padre como un mecanismo de extorsión y no estaría justificada en el fin primario que debe forjar un padre frente a su hija, pues, todo cuanto debería primar en la intención del protector como debe ser un buen padre, era la búsqueda incansable de su felicidad, la insistente búsqueda de la gloria, la cual debería ser a toda costa, como el signo de un buen padre de familia frente a sus hijos. Intuía en cambio que la objeción a la celebración de sus bodas por el señor Teódulo no estaría justificada en el bien por el bien mismo de ella, sino en la avaricia incubada en sus instintos mercaderes. No le permitiría al avariento padre irrumpir en su altísima inspiración con el objeto de retardar sus bodas, pues, ese retardo solo pretendería ganar tiempo como medio para la disuasión, hasta encontrar otro motivo, incluso quizás, como estrategia, la enviaría por tercera vez al extranjero, lo cual rechazaría de plano, pues, constituiría una afrenta a su condición de mujer digna y con el derecho a la trascendencia moral, material y espiritual.

La felicidad que ella concebía para sí misma era todo cuanto la movía al más atrevido desprendimiento humano: unirse a Ricardo, a pesar de su pobreza material, pero, dotado con una grandiosa riqueza espiritual, como ella. Todo estaba planeado, diseñado en su cabeza, decidido. Las bodas, construcción prístina que ansiara con todos sus anhelos serían en un mes a contar de la fecha presente. Nada impediría que así fuera, ni su propio padre. Ignoraba si Ricardo Flete estaba preparado para esto, pero no le importaba y por eso no lo había consultado previamente. En cuanto a su padre, estaba consciente del poder por este acumulado, del determinado posicionamiento para con sus adláteres cambiar cualquier cosa, incluyendo el destino y la vida, y quien tendría que movilizar sus influencias si fuesen necesarias para conseguir la iglesia del pueblo Ciudad del Lago, y al propio arzobispo, a pesar de las objeciones por él manifestadas, su participación era necesaria y lo convencería sobre su importancia a fin de conseguir su ayuda, pero en caso negativo, si era preciso lo chantajearía para conseguirlo. El padre estaba obligado a actuar para conseguir sus propósitos, necesidades y anhelos. Pero se preguntaba ¿cómo lograr incorporarlo a unos preparativos en unas bodas consideradas por él como el inicio de su desgracia? Le preocupaba no solo la falta de integración del padre, sino su posible determinación contraria. Trataría por convencerlo sobre la importancia y necesidad que tendría su ayuda, y si fuere menester lo adularía con tal de por lo menos neutralizar su obstinada participación contraria a su ejecución.

Todo estaba planeado, pero faltaba un paso importante: anunciarlo ante todos y que Ricardo Flete, inocente del paso a dar, aceptara como ella entendía que sería, ir al altar en la fecha por ella escogida sin consultarlo. Mirna estaba confiada en su influencia para conseguirlo; «desnuda ante Dios iré con raudos y humildes vuelos de confianza», pensaba Mirna; «con amor y fe disolveré todas las huestes de resistencias impuras» y daba a Ricardo una tierna mirada, cargada con mayor misterio y compasión, como cuando se mira a un buen mozo bienhadado y obediente que está compelido a hacer lo que se le manda. Este, hondamente impresionado aparentaba retorcerse por la congoja que lo atormentaba y lo aturdía; una turbación sórdida lo abrumaba, la cual disimulaba con un prolongado suspiro. No obstante, salía de los ojos del joven Ricardo un sollozo general parecido al rumor del viento aireado, al son de los truenos y al galopar incesante que hacían las lluvias en un día lluvioso de la más florida primavera. Ella acariciaba suavemente sus mejillas, como imprimiendo a aquel momento de expectación, el preludio adelantado de un místico desposorio. Este aceptaba sin decir palabras, pero sintiéndose poseído, atrapado, por un amor celestial y misterioso capaz de llegar a la estratósfera, donde se encontraban las esferas invisibles que marcaban ese amor inmenso. Esas esferas refulgentes y serenas que, a la vez son llamas estrepitosas, y pasiones alborotadas; intensidad y calma. Ese contraste tenía la fortaleza para crear un cataclismo en cualquiera, pero Ricardo, confiado del amor en su amada soportaba callado, resignado a aceptar en silencio lo que ella dispusiera. «El amor lo puede todo», pensó y tenía razón. Quedaría atrapado en los brazos amantísimos de su virgen ideal Mirna Sebastián Herrera, quien no solo lo atrapaba en ese mundo invisible, sino también lo invitaba a sentir las celestes delicias suprasensibles que le proporcionaba su amor. Con la miel, flor de sus labios, en un beso, lo hacía escalar las cumbres prodigiosas, las alturas celestiales, a las cuales solo podía llevarlo esta dama extremadamente linda, con sus ojos como esmeraldas del mar y ondas azuladas. Serían compañeros en el amor, compañeros en la aventura, compañeros en la muerte. El triunfo o la derrota los unirían en igual forma. Nada importaba aparte del amor sentido por ellos dos. Era un amor heroico que no pararía ante nada. Desesperación y calma se conjugaban en esta pasión, pero en esta contradicción, la fuerza del amor resultaba con una utilidad insuperable, porque esa fuerza evitaba la alteración del orden de las cosas que se priorizaban con la decisión tomada por Mirna. Ninguna sensación de inseguridad podría tener sentido ante la grandeza del amor tan limpio y puro que lo puede todo... hubo un silencio que se profundizaba con el paso del tiempo. Él la miraba con dulzura, esa dulzura que no pude siquiera describirse porque viene desde lo profundo del ser.

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