Parte 52 LAS FACCIONES DE RICARDO

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LXI

LAS FACCIONES DE RICARDO

Ricardo Flete tenía espesos cabellos negros y ondulados que colmaban su frente proyectándose hacia las cejas. Siempre bien peinado, siempre adornado hasta mostrar su total fortaleza, como símbolo del encanto característico en él; como razón de su virilidad masculina. Sus hermosos cabellos los arreglaba con esmero cada tarde antes del momento en que se disponía a salir al parque central, donde esperaría impaciente la llegada del amor perdido, que solo encontraría en Mirna Sebastián Herrera, su Sirena, a quien Teódulo llamaba "La Flor del Diamante".

Al llegar al parque se sentaba como todos los días. El follaje del parque hacía crecer la niebla en derredor suyo. Miraba la espesa niebla como el lugar donde se transportaría Mirna hasta llegar a sus pies. Al observarla fijamente la veía descender desde las alturas envuelta en el copioso blanco de las nieblas que cercaban todas las orillas del parque. Sin embargo sus ojos servían poco para ver la realidad. Era la ficción del amor perdido lo que le impulsaba a ver en las nieblas envueltas del blanco como algodón en una finca inmensa, la llegada del amor único. Mirna. Sus ojos lo engañaban porque su cerebro estaba predispuesto a este. Era el que pensaba en Mirna como la única salvación a sus desvaríos, como la enredadera en la que se envolvía su sentido, varias millas en las profundidades, otras tantas en las alturas desde donde la veía llegar. Llegaba desde el recodo del camino, saliendo por el verdor deslumbrante de una colina herbosa mezclada con la niebla. La corriente era real a su pensamiento, y pensaba en ella como la verdad patentable. «Descoloridas sus mejillas, pero hermosa como ninguna». «Temis, la diosa hija de Zeus queda pequeña ante su belleza incomparable», se dijo para sí.

Cada tarde, cuando el aspecto del bosque que bordeaba el parque se ponía un tanto lúgubre porque poco a poco se iba cubriendo con las sobras nocturnas, Ricardo vagaba lentamente. Era su imaginación la que con extraña floridez se imaginaba todas las posibilidades del retorno del amor perdido. Se dirigía hacia las orillas donde apreciaba verla llegar entre las madreselvas mezcladas con las nueves blancas. Seguirá nevando y Ricardo seguía pensándola.

A lo lejos, se escuchaba una descarga de fusiles, como el momento en que se tiran al unísono, unas descargas por veintiún cañones. La humareda que exhalaban desde las bocas de los fusiles se elevaba al cielo mientras Ricardo la veía confundirse con las nieblas donde se transportaba la Flor del Diamante. Avanzaba con prisa hacia él. A pesar del estruendo conservaba la calma; a pesar del zumbido se mostraba tranquilo. Ella le traía esa paz también perdida como el amor que recobraba. La mirada lustrosa del amor lo envolvía todo. «Nada reconforta como volver a verla y poder amarla», se dijo.

La espera había sido larga, muy larga y Ricardo estaba afectado por ella. Adelgazó tanto que su cuerpo parecía como atravesado por una lanza que lo fue diluyendo al quedar herido por mucho tiempo. Desde la partida del amor que encontró en Mirna Sebastián Herrera, sus ojos de por sí grandes, ahora parecían mucho más, debido a la flaqueza experimentada por su cuerpo, como consecuencia de la falta de alimentación. Seguía siendo fuerte, atlético, pero su rostro mostraba los huesos por haberse secado y ese rostro seco, le daba una expresión de espanto ante quien lo conocía desde niño. Máximo Montero le conminaba a diario a alimentarse, pues de seguir así, a la llegada de Mirna, la Flor del Diamante, no lo encontraría fuerte y esbelto, sino en condiciones deplorables. Ricardo simulaba alimentarse, pero la mayoría de su dieta la dejaba en el plato ante el recuerdo de su amada. «El amor se ha ido, se ha perdido», se decía. Aun así él permanecía fiel a su recuerdo.

Mientras dormía se aferraba a una bendita ensoñación, la cual fluía como miel dulce en una suave canción. Se refugiaba en sus deseos inagotables por verle, que le provocaban cierta satisfacción. Por las noches se volvía muchas veces hacia su puerta, con el objeto de ocultar, ante un aspecto severo y desdeñoso claramente fingido, el desenfreno de su encantamiento. De su alma dimanaba un néctar como consolación, que parecía esparcir la saciedad a su sed, asumida con santificación, pero la cual solo él advertía, sentía y encerraba para sus adentros. Sentíase humillado debido a la larga espera, por la búsqueda incansable, pero esa espera nunca lo aburría. Varias veces intentaba en vano, reunir todas sus cosas y largarse del pueblo Ciudad del Lago por la desaparición de su amada, ir a buscarla al lugar donde se encuentre, ¿pero a dónde? ¿Cómo lograrlo? Se confesaba en su propio punto como humillado del destino. Jamás le echaría culpa a Mirna Sebastián Herrera, la esperada Sirena, pero su recuerdo lo atormentaba y a la vez se preguntaba ¿por qué se ha ido? Repetíase varias veces cuanto la adoraba, tanto, cuanto que era capaz de volar hacia el más allá con tal de encontrarla. Perdía las fuerzas y quedaba recostado en su cama donde se sucedían uno tras otro sus sueños despiertos. Divisaba un rayo entrar por las ranuras que se encuentran debajo del postigo. Su abertura era suficiente para verla toda. Su amor al partir, le había inferido una herida tan grande que solo su regreso sanaría.

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