XLI
UN ENEMIGO INVISIBLE. INEXISTENTE
Ciudad del Lago estaba rodeada de fuentes acúiferas. Al norte, varios ríos que desembocaban en el lago, al este, otros afluentes impresionantes, convertidos en balnearios públicos por la cantidad de agua que acumulaban; al oeste, otros afluentes, incluyendo uno con agua con olor a azufre, otra con agua dulce casi helada; al sur el lago. Varias cascadas bordeaban sus cercanías. Los ríos corrían por sus cauces naturales, las cascadas, con sus caídas estrepitosas hacían un ruido espectacular, único. Un murmullo de aguas corriendo se hacía presente. Las aguas al juntarse en una misma desembocadura llegando al lago, se precipitaban bulliciosas, ininterrumpidas, constantes. Los tiempos lluviosos interrumpían la calma, y de la quietud propia en tiempos de sequía, al llegar la primavera con los humedales, se interrumpía esa quietud. Los pájaros volaban más bajo, silbando. Los arboles construían bosques más espesos, las ramas se movían con el aleteo de los pájaros. Llegaba el olor a húmedo, el olor a flores, el olor a miel. Era como si la lluvia hería la tierra para surcar sobre su paz. ¡Era hermoso! Las ciguas gemían entre los matorrales como figuras negras adocenadas, rendidas. Las palmeras sentían amontonarse en sus verdores, inmensidades de ciguas que cantaban sin parar. Al volar formaban nubarrones. Eran visibles al volar, pero asentadas en el bosque eran parcialmente ocultas entre los matorrales. Ninguna desesperación era posible imaginar entre los pájaros amontonados, cantando. Ningún agotamiento podría pensarse entre las praderas verdes, negruzcas. El olor a campo era inmenso, invadía por completo Ciudad del lago. En las noches, el brillo de los ojos de un búho, o un lechuzo se distinguía entre los matorrales. En derredor del parque, entre el basto follaje del bosque, desparramados, se encontraban los frutos que servían como alimento a los cantores pajaritos. Todo se mezclaba en una confusión eterna que dominaba la vida silvestre del campo. El misterio. Todo era tan hermoso!!!
Al recordar los tiempos lluviosos sin tempestades como la ocurrida, Teódulo sentía un alivio como cuando las tropas enemigas acampan, sin saber que muy cerca la presa está a punto de rendirse, permitiéndole descansar y recomponerse, reorganizarse. Sin embargo esta vez ni Mirna ni Pedro, eran el enemigo persecutor a muerte del señor Teódulo Sebastián Dival, quien lo perseguía muy de cerca y sin dar tregua era su pasado matizado por los hechos cometidos por el padre; ese pasado oscuro lo atrapaba, cuando alguien preguntaba sobre el origen atribuido por voz pópuli a su fortuna, o cuando se le cuestionaba acerca de los hechos sangrientos, muerte o robo que marcaron toda una era donde su padre fue protagonista de primer orden.
—Escampa—, hay que irse— dijo Pedro resuelto a salir inmediatamente del interior de la mansión del matrimonio Sebastián Herrera. Después del mal tiempo y después del susto provocado por los ventarrones, es preciso llegar.
—Entiendo— les dijeron a coro Roberto y Mirna Sebastián Herrera. Pero aun las secuelas dejadas por las lluvias en la parte pantanosa permanecen. Sugiero que esperes un poco más, hasta que bajen las aguas que corren por las cunetas, las cañadas, las alcantarillas.
—Con la prudencia que dice Roberto es mejor aguantarse— dijo Mirna, mirando con compasión a su pariente Pedro. «Tanto tiempo que lo retuvo papá para nada, solo para que ambos se molestaran en sacar los trapos sucios del abuelo Simeón», pensó ella.
—Los pendientes se quedan para la próxima semana—, le recordó Teódulo a Pedro. Se refería al asunto del trabajo donde se insertaría a Roberto en una firma donde pudiera desarrollar sus habilidades.
—Los tengo pendiente. Descuide que eso es prioridad número uno— respondió Pedro amablemente.
—Pero aguanta un poco más— le dijo Mirna.
—Sí, detente un poco ripostó Roberto. Pensaba en el peligro dejado por la tempestad, y cómo se ponen los caminos escabrosos para transitar.
—Te acompaño a la puerta— le dijo Teódulo, como quien aspira salir del momento. La llegada del amigo Pedro a su casa fue bienvenida, pero ahora Teódulo se siente apresurado en que se marche. Solo piensa en las formas utilizadas para librarse del contenido de la plática anterior. Ahora no tiene cabeza sino para tranquilizarse, tomar el fresco dejado por la lluvia, salir al patio a relajarse, bajo la llovizna que aún caía. Por eso, a pesar del petitorio de quedarse un momento más hasta que baje la marea que le hiciera Roberto, secundado por Mirna, Teódulo le invita a salir en forma diplomática.
—El deber me llama— respondió Pedro. Y salió apresurado acompañado por los anfitriones. Un abrazo de despedida con Mirna seguido de besos en la mejilla derecha, un apretón de manos tanto con el padre Teódulo como con Roberto, marcaron el fin del día agitado, el fin a la plática cargada con tantas emociones, con tantas reflexiones, con tantas elucubraciones altisonantes.
«Todo había quedado desierto», pensó finalmente Teódulo cuando Pedro se despidió, como si huyera de un soldado cuya sola presencia le imprimía un miedo desigual. Poco a poco los contornos en la distancia se fueron borrando, y su miedo se disipaba, mientras más se relajaba. No quedaba un pastor en la colina que sea capaz de imprimirle ese miedo sentido en varios momentos cuando era cuestionado por Pedro; no existía un alma en el vericueto de la vida, con la suficiente fuerza para acercarlo a ese precipicio nuevamente; no habrá un venado en la cañada ni un hortelano en el prado con las fuerzas vitales para inducirlo a un abismo como aquel en el cual estaba a punto de caer y este hoyo absorberlo, cuando súbitamente y como por arte del destino este sencillamente se salvaba.
Ahora todo quedaba tranquilo, quieto. Incluso el rumor que antes corría de boca en boca sobre su padre Simeón, sus bienes y su inculpación en ciertos reñidos con la ley, robos, exterminios, ahora se atenuaba con la reposición de todas sus fuerzas; con la recomposición del espíritu combativo, con la reformulación y reorganización del sentido; el rumor que el aire trajo en las hojas, se apagaba a partir de ese salvamento inesperado, hacía un instante se concretaba como un edificio fuerte, vívido. El silencio cómplice del primo Pedro por no herir a Mirna y seguirle este los pasos a ella, trajo a Teódulo Sebastián Dival un reinado de paz que había perdido. Hasta el mismo torrente sobre el musgo que en sus bordes quebrantables, reclinaba en Teódulo y daba descanso a sus huesos roídos por el sonoro reclamo de las almas llevadas al más allá por su progenitor, cesaba; hasta el sonido a modo de murmullo que con forma ahogada salía como desde ultratumba, y, en los oídos del señor Teódulo, que con misterio inexplicable vibraba intensamente, ahora se disipaba; sus caminos a trocar, descendía y reclamaba conmayor intrepidez Teódulo Sebastián Dival. Él los escuchaba ahora en lo más hondo de su ser, donde no le despertaba una amenaza a su paz, a su tranquilidad. La paz gemía como en los sueños y se convertía en el mecanismo ideal para el enderezamiento de las torcidas ideas del señor Teódulo Sebastián Dival por lo menos en momentos. Este se empoderaba de su ser con un dominio total. Recuperaba todo su esplendor, todo su vigor.
Las dubitaciones en las cuales se debatía su alma ya estaban superadas. Las culpas capaces de abatirlos por ser ajenas y pasadas, ya no serían sus preocupaciones. Había encontrado el escape a sus tormentos, la forma de superación de sus miedos, y, pensar de donde vinieron le daba mayor fortaleza. Sus propios persecutores Mirna y Pedro, se convirtieron en sus salvadores. Unas veces con las interrogantes acerca de los hechos cometidos por su padre y el origen ya ampliamente conocido porque nadie en Ciudad ndel Lago ignora sobre la fortuna familiar, lo habían acorralado, pero cuando estaba en el fango, ellos mismos les tendían la mano salvadora como obra del milagro. Superar sus miedos era no solo la vía para el escape de aquellos tormentos, sino el canal para levantarse a sí mismo desde el abismo al que lo condujeron sus propias caídas. Estaba consciente de los pecados del padre, y los suyos propios, y trataba no repetirlos, pero no tenía control de sus prejuicios, los cuales eran repetidos en su cabeza como por unos duendecillos que les hablaban cada cierto tiempo sobre sus predestinaciones y la superioridad suya frente al resto social, y la superioridad que él le daba a los suyos e incubaban como en un surco fértil, listo para la producción. Se sentía libre cuando el opresor cesaba y lo salvaba del infierno al cual lo llevaba, pero a la vez sentía el temor de ser él en algún momento, quien lleve el látigo en sus manos. Sabía quién sería su víctima. Su Flor del Diamante.
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Bodas de Fuego
Ficción GeneralMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...