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Ando por los pasillos del que será mi nuevo hogar este año, o el poco tiempo que permaneceré aquí, agarrada del brazo por un seguridad.

Observo su rostro. Los años le han pasado factura, juraría que aparenta mucho más de la edad que realmente tiene. ¿Cuántos años tendrá? ¿Qué le incitó a trabajar vigilando a menores en un reformatorio?

Me doy cuenta que los pasillos están vacíos, tan sólo visualizaba unos pocos guardias, ni rastro de adolescentes ni críos.

Otro maldito correccional con el horario jodido; en el anterior, gozábamos la libertad de estar todo el día fuera de la habitación, exceptuando las horas de clases. Tenía sus puntos a favor y en contra; al tener esta libertad, aumentaban las fugas, y a decir verdad, un cincuenta por ciento de ellas, eran mías.

Lo más lejano que he alcanzado a llegar ha sido la calle contigua al correccional, pero al estar aquí, es obvio saber como acabó.

El guardia se detiene de golpe, provocando que casi caiga de bruces al suelo. Emito un gruñido.

Sin soltar mi brazo, busca en sus bolsillos una tarjeta, para después pasarla sobre una pantalla táctil.

Centro mi atención en la pistola que descansa en su costado. ¿Habrá tenido que utilizarla alguna vez?

A lo largo de todos estos años había visto de todo; porras, cuerdas, esposas e incluso, algún bozal. Jamás una pistola.
¿En qué clase de lugar me habían derivado?

Los rumores llegaban hasta Florida, decían que en este reformatorio poca gente se encontraba internada por homicidio, aunque algún que otro caso había. Los otros, como en cualquier correccional, estábamos aquí por decisión de nuestros progenitores.

Familias desestructuradas o algún transtorno de conducta por el que no es conveniente vivir con los padres.

Yo pertenezco al segundo grupo.

La pantalla emite un pitido y muestra una luz verde. Acto seguido, la puerta se abre lentamente. Una pequeña habitación aparece ante mí, con dos camas a ambos lados.

El hombre, después de un buen rato, suelta mi brazo y me hace una señal con la cabeza, indicándome que entre.

—En unos minutos traerán tu uniforme, ya no vas a necesitar nada de lo que has traído —dice, refiriéndose a la maleta que he dejado al entrar por recepción—. En cuanto a higiéne personal, el centro se encarga de que no te falte nada.

Genial. Ya no me queda nada mío.

Entro en la habitación, y para mi sorpresa, me encuentro con una chica acurrucada en un rincón de su cama. No puedo verle la cara, ya que su enredada cabellera negra la oculta.

La puerta se cierra a mi espalda.

Miro con detenimiento la habitación; es sosa, no tiene decoración y la pequeña ventana que hay está recubierta de rejas, pero a la vez tiene un punto acogedor. En la mesa que se encuentra justo en medio de las dos camas, en una parte de ella, hay una montaña de libros, la otra está vacía.

Me siento en la cama desocupada y miro a mi nueva compañera.

Lo más propio sería intentar entablar conversación con ella, averiguar porqué está aquí y qué clase de manías tiene, buscar una alianza aquí dentro. Pero no pretendía hacerlo, no me apetecía hablar con nadie, y menos si iba a obtener una respuesta que no me gustara.

En los últimos correccionales en los que estuve aprendí que lo mejor es ver, oír y callar, a no ser que te gustaran los problemas, el mal rollo y las peleas. A no ser que quieras recibir una buena paliza.

Y, a día de hoy, no me interesaba mucho que me partieran la cara.

Este lugar podía estar muy vigilado, pero aquí, la gente saca armas de debajo de las piedras y no tienen ningún reparo en utilizarlas. Lo mejor era mantenerse al margen.

La puerta se abre y aparece el mismo guardia de antes, esta vez con una bolsa.

—Aquí tienes —deja caer la bolsa de plástico al suelo. Me mira con una sonrisa en la cara—. En media hora es el recreo —dicho esto, vuelve a cerrar la puerta.

Me levanto y me acerco a la bolsa. Me agacho para poder sacar la ropa de su interior, rasgando el plástico con mis uñas. Hago una bola con los restos de la bolsa y la tiro a la papelera, que se encuentra en un rincón de la habitación.

—Perfecto —murmuro irónica al ver que la ropa es completamente negra, al igual que la de mi compañera.

La estiendo sobre la cama y veo que en la parte superior, hay grabado el escudo del reformatorio, en forma de G.

Me quito mi suéter, quedando en sujetador. Me lo recoloco bien, escondiendo el pezón que se había salido sin apenas percatarme y miro una última vez la camiseta negra antes de ponérmela.

Me queda ancha, seguro que ni siquiera se preguntaron que talla usaría.

Tras deshacerme de mi pantalón y ponerme los nuevos, que me llegan por las rodillas, me miro en un pequeño espejo medio roto que hay colgado en la pared.

—Qué color más apagado —susurro, percatándome de que también tengo que ponerme unos zapatos negros.

—Es para evitar peleas —dice una voz a mis espaldas.

Me giro, encontrándome con mi compañera, que me observa curiosa, dejando caer los pies fuera de la cama.

—¿Perdón? —pregunto, confusa.

Se levanta, y para mi sorpresa era muy bajita, a penas su cabeza lograba alcanzar mi barbilla. Unas gruesas rayas negras cubren la parte superior de sus ojos, haciendo juego con sus finos labios, pintados del mismo color.

—La ropa —señala con el dedo índice—. Es para que la gente no se pelee.

—Ah, entiendo —me encojo de hombros y empiezo a descalzarme.

Vuelve a meterse en la cama, hundiendo su cabeza entre sus rodillas. Qué chica más extraña.

[...]

Paso prácticamente una hora tumbada en la cama, con los ojos cerrados, hasta que la puerta metálica de la habitación se abre con un sonido estruendoso.
Me incorporo desconcertada al ver que mi compañera, cuyo nombre no sé, se levanta y se dirige hacia el exterior.

Escucho el barullo de la gente hablando, lo que me da a entender que ya era la hora del recreo. Me dirigo hacia la salida, observando como decenas de adolescentes y niños salen de sus habitaciones.

La gente me mira, algunos con curiosidad, otros con falsas sonrisas, ¿quizás les resultaba raro una cara nueva?

Les sigo sin saber a dónde vamos.

—Apártate de mi camino, novata —una chica me da un golpe en el hombro.

¿Novata?

—Tienes todo el pasillo para no chocarte conmigo —suelto sin pensar.

La chica y la amiga que la acompaña, se giran amenazantes.

—¿Has dicho algo, flacucha? —se pronuncia por primera vez la otra, haciéndose la sorda.

Por un segundo, amenazo con mi mirada, pero tras pensarlo, no era muy adecuado que mi primer día ya me estuviera ganando enemigas. Retomo mi camino automáticamente, ignorando sus comentarios.

—Ten cuidado con lo que haces —le oigo decir con aspereza.

De lujo; primer día y ya había ganado dos simpáticas amigas.

Caminos cruzadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora