Entro en la cocina y para mi sorpresa, no hay nadie. No sé como no pasó por mi cabeza la probabilidad de que se saltaría el castigo.
Observo las penosas condiciones en que se encuentra la cocina y la enorme montaña de platos que piden a gritos ser lavados. Doy una vuelta observando todo el trabajo que debo hacer, y encima sola. Tardaré más de dos horas.
Busco por los miles de cajones que hay hasta encontrar un delantal y unos guantes. Sería una caos mancharme, ya que tan sólo tengo esta ropa.
Decido empezar por los platos; de pequeña mi padre me obligaba a lavarlos cuando hacia algo que estaba mal. Una punzada de odio recorre todo mi cuerpo al pensar en él.
Llevo varios minutos fregando los platos que están completamente llenos de mierda. Doy gracias por llevar guantes, ya que hay restos de comida secos que sólo puedo quitar rascando con las uñas.
—Será gilipollas —gruño, agobiada—. Es muy fácil saltarse los castigos...
Oigo un carraspeo y me giro con el plato en la mano. Coleman se encuentra apoyado en el marco de la puerta, divertido.
—Estaba... —empieza a decir, pero me apresuro a interrumpirle.
—¿Acabando lo que dejásteis a medias tu novia y tú en clase? —digo sin tan siquiera mirarle.
Suelta una pequeña carcajada.
—¿Quieres que te explique con detalle? —ríe cogiendo unos guantes.
Le dedico una mirada asesina y continúo fregando los platos. Él hace lo mismo, imitando mis movimientos.
—Qué asco —susurro limpiando un plato lleno de un líquido parecido a un vómito.
—Si no hubieras sido tan tonta no estaríamos aquí —gruñe.
Le miro enfadada. ¿A caso pretendía echarme las culpas a mí?
—Fuiste tú el que salió en mi defensa —reprocho.
—Ahora mismo tendrías la cara destrozada de no ser por mí —se defiende —. No te quejes tanto, niña.
¿Niña?
Un cúmulo de odio desea salir de mi boca amenazador.
—¡Pues mejor que estar aquí contigo! —estampo el plato contra el fregadero—. ¡Yo no te pedí que te metieras! ¡Fuiste tú solo! ¡No sé cuanto tiempo llevas aquí pero aún así deberías haber pensado en las consecuencias!
—Mira, niñata —gruñe tirando el vaso al suelo—. Llevas un día aquí. Un sólo puto día. Deja de comportarte como una chula si no quieres que te partan la cara. Aquí no se andan con tonterías.
—¡¿Eso es una amenaza o una advertencia?! —vocifero—. ¡¿O es que a ti ya te la han partido?!
Su rostro se vuelve más agresivo. En un solo movimiento, me arrincona contra el mármol. Noto como el agua moja mi culo. A pesar que soy alta, el logra sacarme una cabeza, sumándole lo grande que es debida su musculatura.
—Ten cuidado, niña —murmura a centímetros de mi cara—. Esto no es un juego.
Le aparto de un empujón.
—No soy una niña —gruño, enfadada.
Me estremezco al escuchar como tira un plato al suelo, cabreado. ¿Por qué coño rompía todo?
—¿Qué es todo este ruido? —aparece una mujer bajita, que parece ser la cocinera debido a su vestimenta.
Se acerca a nosotros con un puñado de cajas blancas.
—Lo sentimos, ha sido un despiste —me agacho rápidamente para recoger los cristales rotos del suelo con cuidado de no cortarme.
—Ya lo recogeré yo —me detiene la mujer—. ¿Podríais llevarme estas cajas de pescado a la habitación de ahí? —señala una puerta—. Es el congelador.
—Claro —me apresuro a contestar.
El bufido de Coleman me hace saber que él no está de acuerdo. Me importa una mierda. Agarro una de las cajas que sujeta la mujer y se la tiendo a Coleman, que coge con repulsión.
—Muchas gracias —agradece dándome la última caja y marchándose.
Me dirigo hacia el congelador y tras varios intentos logro abrir la pesada puerta. Una corriente de frío sacude mi cuerpo, poniéndome los pezones de punta.
—Joder, qué puto frío —gruñe Coleman a mis espaldas, que parece haberme leído la mente.
La puerta se cierra con un sonido metálico. Rápidamente buscamos un sitio libre entre todas las estanterias para dejar las cajas y marcharnos lo antes posible.
Me paro en seco cuando encuentro un espacio. Alzo los brazos para dejar la caja cuando noto como un líquido muy frío empapa toda mi espalda.
—¡¿Qué coño haces?! —grito dándome la vuelta, encontrándome a Coleman con su caja completamente vacía. Miro al suelo y veo centenares de pescados esparcidos por doquier.
—Ha sido sin querer —veo como aprieta la mandíbula.
—¿Sin querer? —un olor apestoso inunda mis fosas nasales—. ¡Me has tirado la caja entera de pescado encima! —le grito.
—¡Has sido tu la que te has parado de repente! —tira la caja de plástico al suelo.
Suelto un bufido y reprimo las ganas inmensas de llorar. Jamás me había sentido tan impotente. Agarro mi pelo en un puño y aprieto, dejando que caiga agua sobre el suelo ya mojado.
—Lo siento —alza la mano para tocarme pero me aparto rápidamente.
—No, tú no sientes nada —empiezo a tiritar del frío—. Y aunque lo hicieras, una parte de ti disfruta con esto.
Se queda callado al ver que tengo razón.
—¡Joder, qué peste! —corro hacia la puerta —. Me voy de aquí, necesito cambiarme.
Tiro de el pomo para abrirla, pero no cede, la puerta no se abría.
—¿A qué esperas? —dice Coleman detrás mío.
—No se abre —empiezo a ponerme nerviosa.
—Déjame —me aparta e intenta abrirla, sin éxito—. No se abre.
—Es lo que te he dicho —me abrazo a mí misma del frío—. Joder.
Observo con atención la puerta, y es entonces cuando veo una pequeña pantalla con números.
—Mira esto —le señalo el aparato—. Hay que introducir la contraseña.
¿Qué utilidad tenía la maldita contraseña ahí?
—¿Cómo vamos a salir de aquí si no la sabemos? —suspiro exasperada y me dejo caer al suelo, haciéndome un ovillo.
—Quítate eso —dice, ignorando mi pregunta y poniéndose de cuclillas enfrente de mí—. Te vas a morir de frío.
—Haberlo pensado antes de tirarme el pescado por encima —titubeo. Tenía razón, me estaba congelando, el frío sea horrible, pero no pensaba obedecerle.
—Quítate eso, niña —repite alzando la voz.
Me limito a negar con la cabeza, enterrando mi cabeza entre las piernas y oliendo el fuerte olor a pescado que emana mi cuerpo.
Cierro los ojos, deseando que el frío desaparezca, pero no consigo nada. A medida que pasan las horas, siento cada vez más unas unas ganas inmensas de dormirme y olvidar el frío.
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Caminos cruzados
Romance"SUS CAMINOS ESTABAN CRUZADOS, Y POR MUCHO QUE ELLOS QUISIERAN NEGARLO, SIEMPRE SE VOLVERÍAN A ENCONTRAR." Desde bien pequeña, Nora Scott, había presenciado las palizas que recibía su madre todos los días por parte de su padre. El entrar en un corre...