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Tras coger un bocata de chorizo ibérico de uno de los puestos del almuerzo, camino entre las mesas del patio en busca de un sitio donde poder comer tranquila. Para mi desgracia, todas las mesas están ocupadas, y no me queda otra que sentarme con alguien.

Ver a mi solitaria compañera de habitación comiendo ensalada en una mesa, es lo mejor que me ha pasado en todo el día.

Me mira estupefacta al ver como me siento delante de ella, como si fuera lo más normal del mundo.

—Compartir habitación no significa compartirlo todo —gruñe, molesta.

—Hola, soy Nora —hago caso omiso a su queja—. Llevo un día, no muy bueno aquí, y me gustaría poder tener unos jodidos cinco minutos para poder comerme mi puto bocadillo tranquila —sonrío con falsedad.

Suelta una risa. Vaya, si sabe sonreír.

—Calma, fiera —levanta las manos—. Puedes comerte tu puto bocadillo —me imita.

Ruedo los ojos y suspiro al comprobar que no es tan rara y estúpida como esperaba.

—¿A quién has molestado ya? —inquiere, mientras pincha con el tenedor trozos de lechuga.

—¿Me has visto? —entrecierro los ojos.

—No —niega con la cabeza—. Lo he deducido por tu agradable humor.

Esbozo una pequeña sonrisa, retirando el papel de plata que cubre el final de mi bocadillo.

—No tiene importancia —me encojo de hombros.

No insiste. Se queda observándome.

—Me llamo Dafne —dice, sorprendiéndome.

Asiento con la cabeza. ¿Qué debería decirle? ¿Bonito nombre?

Unos gritos nos hacen levantarnos sobresaltadas de nuestros asientos, al igual que toda la gente que se halla en la zona de las mesas. Los que se encuentran jugando a fútbol en el pequeño campo, la mayoría hombres, dejan su juego para acercarse al corrillo que se está formando en el centro del patio.

Dafne y yo corremos hacia el círculo humano, intentando meternos entre la multitud para poder ver que es lo que ocurre. A ella le resulta fácil dada su estatura, y yo, tras varios intentos, consigo quedar en primera fila.

Abro los ojos como platos al ver que la pelea es entre una de las chicas que antes intentaron provocarme en los pasillos.

—¡Eres una zorra! —vocifera la chica rubia acercándose a una morena que aún no conocía —. ¿Quién crees que eres para fallarme?

La chica la mira con terror, desde esa poca distancia, veía los ojos llorosos de la morena, que reculaba hacia atrás.

Me quedo paralizada cuando la rubia saca una navaja de la cintura, que se hallaba oculta bajo su camiseta. La morena pretende salir del círculo, pero un grupo de gente la empuja otra vez hacia el centro.

¿Dónde coño están los de seguridad cuando se les necesita?

Parezco ser la única preocupada, todos miran la escena con diversión, incluso victorean y animan a la rubia.

En cuanto la navaja alcanza el hombro de la morena, incrustándose en él, hago ademán de lanzarme a por ella sin ningún miramiento, en defensa de la morena, pero unas manos me sostienen las muñecas, impidiendo que pueda avanzar.

Me giro para encontrarme con la gilipollas que seguramente me ha frenado para poder seguir disfrutando de la pelea, cuando me encuentro con los ojos azules de un chico.

Le miro desconcertada, intentando zafarme de su agarre sin éxito alguno. ¿Qué hacía?

Se limita a negar con la cabeza, apretando con más fuerza mi muñeca.

—Va a destrozarla —suplico, hincando las uñas en su brazo.

Miro con temor hacia ellas. La morena se encuentra en el suelo, tapándose la herida que sangra con la mano y gritando a pleno pulmón.

Es entonces cuando varios guardias se hacen paso entre la gente gritando, lanzándose encima de la rubia. La chica cae al suelo de boca, con los brazos estendidos. El guardia le retuerce los brazos y le esposa las manos a su espalda.

La rubia no parece inmutarse, quizás estaba acostumbrada a ello.

—¡Candice, eres una hija de puta! —grita la morena, levantándose del suelo con la ayuda de una mujer vestida de blanco.

—¡Eso no se lo dices a la cara, valiente! —se oye decir entre la multitud.

Candice: así se llama la rubia.

Suena una pequeña alarma, seguida de una voz que retumba por todo el recreo.

—Hagan dos filas paralelas de uno en uno, por favor —reconozco la voz irritante de la directora—. Se llevará a cabo un cacheo general. Que nadie se mueva ni abandone el patio si no quiere ser castigado —vuelve a sonar la alarma, dando por finalizada la información.

¿Un cacheo? ¿Qué?

Noto una presión en mi mano, volviendo a caer en que, el chico de ojos azules seguía agarrándome la muñeca, a lo que estiro con fuerza zafándome de su agarre.

La gente comienza a obedecer, haciendo lo indicado. Les imito, sin saber muy bien como funcionaba la cosa, ya que en los otros centros, los cacheos se producían cuando te encontrabas en la habitación. Me posiciono al lado del chico.

Me mira sin expresión alguna, y es en ese momento cuando puedo observar su rostro.

Tiene el pelo castaño, con reflejos rubios, despeinado y rapado por los dos lados. Unos tatuajes sobresalen por el cuello de su camiseta, al igual que por la manga del mismo brazo, así que deduzco toda esa parte estaba tatuada de arriba a abajo.
Me recreo observando lo marcados que parecen sus músculos desde aquí.

Y mi pregunta es, ¿quién narices es este tío? Si la chica de antes, Candice, poseía una navaja, ¿este tío que diablos tendrá? ¿Una katana?

—¿Tienes algún problema? —su ronca voz provoca que de un brinco.

Me he quedado embobada mirándole. Joder. Aparto rápidamente la mirada, moviéndome algo nerviosa y molesta.

Un gran grupo del personal de seguridad empieza a desfilar entre los internos.

—En ropa interior, ya —ordena el que parece ser el jefe.

¿He escuchado bien?

Automáticamente todos empiezan a desvestirse, incluido el chico, que se encuentra desabrochándose el botón del pantalón sin queja alguna.

Me quedo quieta. Me niego a desnudarme. ¿No pueden limitarse a registrarnos con ropa?

Uno de los hombres se acerca a mí a paso ligero alzando la porra, amenazante.

—¿No has oído? —pregunta, serio —. Que te desnudes, niña.

—No —logro decir en un hilo de voz.

Ríe entre dientes, dándose pequeños golpes en la palma de la mano con la porra.

—¡He dicho que te desnudes! —vocifera. Veo como la vena de su sien se hincha —. ¿Tienes algo que ocultar? —su expresión se vuelve más atroz—. ¿O simplemente quieres recibir una buena paliza?

—He dicho que no —le miro desafiante.

Sin poder creerlo, el hombre se dispone a propinarme un buen golpe en el pecho con su porra cuando un brazo impide que ocurra.

Miro hacia arriba, en busca de mi salvación, cuando me encuentro con el mismo chico de antes, que hacía unos segundos se encontraba a mi lado.

—No creo que sea necesario recurrir a la violencia —dice éste, con voz firme aún sujetando la porra.

La cara del hombre se vuelve roja, llena de ira e impotente por no haber logrado darme una lección. El guardia se acerca demasiado al chico, hinchando el pecho.

—Es la última vez que haces algo así, Coleman —advierte separándose de él.

Caminos cruzadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora