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16 días después

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16 días después.


Esa madrugada, parecía que el cielo se iba a caer. Un relámpago iluminó el cielo y Sebastián se restregó contra la tarima que fungía como su cama, miró a la luz iluminar el cielo a través de los hoyitos en el techo de paja. El trueno retumbó y Sebastián se abrazó a la cobija que Rahui le había dado; afuera la lluvia caía con furia y él, tuvo que arrinconarse para escapar de una gotera. Se enderezó deprisa y miró la tarima a su izquierda, estaba vacía.

«¿Dónde estás, Salvador?» Se preguntó a sí mismo, la lluvia caía con mayor intensidad y otro relámpago iluminaba el cielo. «Me has abandonado», pensó Sebastián y abrazó a la cobija con más fuerza; miró las hojas verdes negrizcas sobre las partes faltantes de sus dedos que aún lo ayudaban a sanar y, cuando el trueno volvió a escucharse, un sentimiento de tristeza y desolación lo invadió, pensó que era el hombre más desdichado del mundo. «Se ha ido y me ha dejado aquí, ¿por qué creí que sería diferente? Idiota, eso es lo que soy», Sebastián quería dejar de pensar, pero no podía.

La lluvia arreció y Sebastián creyó que iba a caerse el techo, quiso arrinconarse más, sin embargo, la estrecha choza no se lo permitía. «¿Y ahora qué haré?» El sentirse en completa soledad fue tan fuerte, que Sebastián no lo pudo evitar y comenzó a llorar. Se odió por ser tan débil y quiso luchar contra lo que sentía, pero sus ansias y sus frustraciones fueron más fuertes que él y se rindió; lloró sin pena ni tapujos, al fin que el sonido de la lluvia le daba la libertad de explotar porque hacía que sus lamentaciones se perdiesen. «No puedo salvarlos porque ni siquiera puedo salvarme a mí mismo», esa madrugada, Sebastián se dio por vencido.

Un tercer relámpago iluminó el cielo y, cuando el destello estaba en su máximo esplendor, la puerta de la choza se abrió y una silueta humana se iluminó entre la infernal tormenta y la soledad del interior. Sebastián intentó buscar algún objeto que lo ayudase a defenderse, pero no encontró nada; creyó que el hombre frente a él, era uno de sus secuestradores, quizá Carlos o el almirante, y que estaba ahí para terminar con lo que había empezado: su muerte. Otro rayo iluminó la oscuridad de la noche siniestra, y fue entonces cuando Sebastián pudo reconocer al hombre en la puerta, era Salvador.

Las miradas de ambos coincidieron en la penumbra, las gotas de agua escurrían por el rostro y cuerpo de Salvador; iba desnudo del torso hacia arriba y el pantalón de manta que los tarahumaras le habían dado, se ceñía a su cuerpo a causa de la lluvia. Salvador entró a la choza y cerró la puerta de madera a sus espaldas, se recargó en ella y no dejó de buscar la mirada de Sebastián; permaneció ahí por segundos, minutos u horas, Sebastián no era consciente de como el tiempo avanzaba; el pecho de Salvador subía y bajaba al ritmo de su respiración, tenía los puños cerrados y parecía que lloraba, la oscuridad y las gotas de lluvia que descendían por sus mejillas no dejaban discernir si solo eran gotas o también lágrimas. Sebastián se puso de pie y dejó de lado la cobija que usaba como escudo, la lluvia cayó con más intensidad y los relámpagos no dejaron de acechar la comunidad tarahumara, Sebastián pensó que el viento en cualquier momento arrasaría con la choza.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora