47 días después.
—¿Cuántos? —le había preguntado Sebastián aquella madrugada.
—¿Cuántos qué? —le había respondido él sin entender a qué se refería.
Salvador tenía grabada en su memoria aquella conversación, fue la madrugada anterior a que Emiliano llegara a la casa de la playa: Sebastián se había tirado hacia el lado opuesto de la cama apoyando sus codos en el colchón mientras leía como lo hizo todas las madrugadas que estuvieron ahí, también bebía whisky y, para sorpresa de Salvador, esa noche Sebastián fumaba, hasta entonces el tabaco no había sido uno de los escapes de su compañero, sin embargo, las cuatro colillas en el cenicero dejaban claro que la nicotina sería, a partir de ahí, un refugio más.
Embelesado por el cabello revuelto de Sebastián, por sus hombros fuertes y firmes, por la curva al final de su espalda, por su voz ronca que se exteriorizaba cada vez que sus pensamientos lo sobrepasaban y tenía que irrumpir el silencio para hacerle preguntas extrañas como la que le había hecho segundos atrás, Salvador lo observaba con aprecio, con celo, curioso del hombre con el que acababa de intimar, con el hombre con el que acababa de desahogarse, con ese con el que a veces sentía que podía ser él mismo. Salvador se lambía los labios porque aún percibía el sabor de Sebastián en su boca, todavía lo invadía la sensación de sus uñas sobre su espalada, aún podía sentir la presión contra su pelvis, y esos ojos, esos ojos que lo miraron retándolo, y el jadeo que falló en sus intenciones de ser contenido.
—¿Cuántos hubo antes que yo? —volvió a preguntarle Sebastián siendo más claro esta vez.
Una sonrisa nerviosa se apoderó del rostro de Salvador, ¿adónde quería llegar?
—Tres —le respondió para seguirle el juego.
Sebastián cambió de página y, aún de espaldas y sin hacer ningún esfuerzo por mirarlo, asintió, como si esa fuese una respuesta obvia, como si ya supiese lo que iba a responder, luego le dio una larga calada al cigarrillo y se bebió el último trago de whisky que quedaba en el vaso de cristal.
—¿En qué momento? —inquirió Sebastián con la mirada fija en el libro.
Otra pregunta incompleta «a qué juegas, cabrón», pensó Salvador y continuó mirando su cabello revuelto, sus hombros firmes y la cuerva al final de su espalda.
—¿En qué momento, qué? —quiso saber Salvador, «si quieres jugar, juguemos», dijo en sus adentros, divertido.
Silencio, y luego, dejando el cigarro y el whisky de lado y apoyándose en sus codos para girar, Sebastián se dio la vuelta para esta vez quedar apoyado de lado sobre su brazo izquierdo, miró a Salvador con curiosidad y este no pudo ocultar la sonrisa de su rostro y el deseo, el deseo de mirar, de tocar, saborear, de silenciar, de transgredir, de irrumpir y desahogarse en él una vez más.
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Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo Pródigo
DragosteUn amor prohibido, dos almas dañadas destinadas a salvarse. Nuevamente gratis. *** Cuando Sebastián Meléndez regresó a su hogar luego de cinco años, pensó que el dilema más grande al que tendría que enfrentarse sería el poder sincerarse con su fami...