24 días después.
Esa mañana, el viento hacía que las olas del mar se estrellaran con fuerza en las inmensas rocas que rodeaban el refugio en el que, su compañero de desgracias, solía perderse cuando el mundo naufragaba en su absurda comedia. Sebastián abrió los ojos y se quedó quieto, sintió como su estómago subía y bajaba al ritmo de su lenta respiración, el olor a sal se infiltró por sus fosas nasales y la suavidad de la seda en la que yacía su cuerpo, se sintió ajena, se había acostumbrado al duro y áspero suelo en el que había dormido los últimos meses.
Despertó con una tranquilidad que lo asustó, los amaneceres anteriores, había tenido que suprimir la necesidad de salir corriendo. Los dos primeros días en esa mansión fueron difíciles, estaba en medio de la nada, solo rodeado por el mar, palmeras y cerros, se sintió igual que en ese calabozo en el que pasó los peores días de su vida: desesperado, preso y derrotado. La ira y la tristeza habían dominado su sentir, prefirió dormir por largas horas para así evitar hacer cualquier locura; un solo periódico bastó para que se desestabilizara por completo, sabía que aún tenía muchas verdades que afrontar, pero el miedo fue tan grande, que prefirió recluirse en la habitación, se tomó su tiempo para asimilar la realidad contra la que tendría que luchar.
Luego de estar por un largo tiempo en una parsimonia reflexiva, Sebastián se puso de pie y se atrevió a darle la cara al enorme espejo rectangular del que huyó desde el primer día que estuvo entre esas cuatro paredes; observó con minuciosidad su desnudez, su cuerpo seguía teniendo moretones, costras y cicatrices que se quedarían ahí de por vida para recordarle que alguna vez logró vencer a la muerte. Miró su mano izquierda y dudoso, tocó las heridas que quedaron de los dedos que perdió en la lucha por sobrevivir. Siguió contemplándose, estaba más delgado, no le quedaba duda de que había perdido al menos diez kilos, sus piernas lucían flacas y escuálidas, alrededor de su estómago, los huesos de las costillas eran notorios y sus brazos se miraban sin fuerza y sin vitalidad; una leve sonrisa se dibujó en su rostro cuando observó y tentó la firmeza de su masculinidad, el éxtasis aún corría por sus venas y eso le generó un poco de alegría, cuando sonrió, se obligó a ver el reflejo de su rostro y fue en ese momento cuando se desconoció por completo: la barba y el cabello de vagabundo reflejaban a un hombre que no era, así que se dirigió al baño para ponerle fin a esa situación de una vez por todas.
Minutos después, Sebastián bajó con pasos lentos y cautelosos por la escalera en forma de caracol que conectaba al primero y segundo piso de la casa. Todo el pelo que cubría parte de su rostro y su cabeza se había ido, volvía a ser, al menos en apariencia, el Sebastián que semanas atrás había regresado a México desde el viejo continente para afrontar verdades de las que huía, esa mañana haría lo mismo. Comenzó a buscar a Salvador por todo el lugar, no estaba en su habitación, ni en la sala y tampoco en la cocina, por algún momento llegó a pensar que su compañero de desgracias se había marchado dejándolo ahí en completa soledad, esos pensamientos se fueron de su mente cuando a la distancia, lo observó sentado en la terraza que tenía vista al mar.
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Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo Pródigo
RomanceUn amor prohibido, dos almas dañadas destinadas a salvarse. Nuevamente gratis. *** Cuando Sebastián Meléndez regresó a su hogar luego de cinco años, pensó que el dilema más grande al que tendría que enfrentarse sería el poder sincerarse con su fami...