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44 días después

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44 días después.


Emiliano sabía que había alguien viéndolo, vigilándolo. Aunque no veía a nadie podía sentir las miradas sobre él, lo habían llevado a una habitación oscura, sin ventanas y con una diminuta puerta por la que apenas y pudo pasar, se sorprendió cuando se dio cuenta de que la habitación tenía una cama, pensó que le tocaría dormir en el suelo, privilegios de tener la nacionalidad de un pinche gringo, quizá. Se dio cuenta de que ya había amanecido cuando los rayos del sol se infiltraron por un pequeño cuadro tragaluz en el techo de ese desagradable encierro en el que pasó la noche.

Llevaba más de una hora observando la mancha de sangre reseca en el suelo que la luminosidad del amanecer hizo visible ante sus ojos, se preguntó si cuando lo mataran su sangre correría de igual forma como la del ingrato que estuvo ahí antes que él, tal vez su sangre impregnada en el suelo sería el único testigo de su presencia en ese lugar, su valentía y su insolencia quedarían reducidas a eso: una pequeña mancha rojiza que el siguiente osado observaría al amanecer, ese momento llegaría y lo sabía muy bien, los privilegios tenían sus límites.

El día anterior cuando él luchaba por salvar su vida tomándose una copa con el sargento que lideraba el espectro que eran los mudos, escuchó tres disparos que lo hicieron perder su centro, no debió sobresaltarse, no debió enmudecer, no debió mostrar debilidad, pero lo hizo. El sargento lo miró expectante y Emiliano quiso recuperar la voz de inmediato y continuar, sin embargo, la imagen del cuerpo de Jaime sin vida se incrustó en sus pensamientos y tuvo que tomarse un tiempo. Toda la noche el rostro de Jaime estuvo presente, despierto no podía dejar de pensar en él, en la forma tan estúpida que lo había arrastrado a la muerte, en la promesa que le hizo minutos antes de la desgracia y que ya no podría cumplir; dormido las cosas tampoco fueron distintas, soñó con Jaime, con su hijo y también en sus sueños lo vio con Sebastián: sonriente, libre, feliz.

Si esos tres disparos que escuchó habían sido para acabar con la vida de su amigo, Emiliano imploraba que la bala, o las balas, se hayan abierto paso rápido y con limpieza, imploraba por la buena puntería del tirador para atravesar el cráneo hasta el lugar donde se forman los recuerdos y que así se haya producido un solo estallido de oscuridad y dolor, como un ruido sordo, solo uno y luego silencio. No se perdonaría la agonía de Jaime, no soportaría saber que tuvo una muerte lenta y dolorosa. No. Se negaba a creerlo. Se negaba a pensarlo.

Antes que eso prefería, aunque a largo tiempo fuese peor y la incertidumbre lo consumiese por completo, pensar en el idea de Jaime con vida, aferrarse al hecho de que no había visto su cuerpo, al hecho de que nada le constaba, nada más que el sonido hueco de tres disparos que escuchó a la distancia. Prefería imaginar el cuerpo de su amigo: magullado, ensangrentado, lastimado, pero vivo. Confundido, sí confundido, sin saber por qué lo torturaban, sin tener idea de qué le acusaban. Y ese era un problema, lo torturaban porque querían información y Jaime tenía poca información qué dar... Una palabra, ojalá que de su boca haya salido una palabra que los haya hecho dudar, una simple palabra que le salvase la vida, una palabra con la que ellos quisiesen hurgar, una palabra, por favor, una palabra a la que él también pudiese aferrarse, una palabra que le diese una oportunidad de sacar a los dos con vida de ahí.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora