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40 días después

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40 días después.


Aquella madrugada, Salvador se sentía abrumado y su parte débil e insensata amenazaba con ganar. Quizás ese sentimiento de desesperación que lo invadía era ocasionado por la cantidad de personas que marchaban a su alrededor. Se había acostumbrado a la única compañía de su amigo y amante, al sonido arrollador del mar que chocaba contra las rocas, al aire tibio que acariciaba su piel, al olor a sal que se infiltraba por su nariz cada madrugada, a sus labios que a diario recorrían la espalda del hombre que le salvó la vida; se acostumbró a poseerlo, a corromperlo. Se acostumbró a él y solo a él, a Sebastián.

Tantas personas a su alrededor lo desquiciaban, oír a cientos de voces que cuchicheaban lo llevaba a su límite; el olor a humanidad le provocaba asco y náuseas. Eran las tres de la madrugada, pero parecían las tres de la tarde; sudaba y le costaba respirar. ¿Por qué esta gente marchaba de madrugada? ¿A caso estaban locos? ¿Locos? No, no estaban locos —se dijo así mismo—, estaban dolidos, desesperados, cansados. Marchar de madrugada era simbólico, las tres de la madrugada representaba la hora del mal, y esta gente retaba a los malvados, querían dejarles claro que ya no los temían, que era más fuertes que ellos. Salvador no pudo evitar sonreír ante la ironía de la situación, esas personas protestaban contra la violencia, la injusticia, la impunidad y, uno de los principales responsables de todos esos males, marchaba al frente junto a ellos: cínico, sinvergüenza, todo un hijo de puta, «pinche almirante cabrón», pensó.

Salvador dejó de sonreír y clavó su mirada en el cuello de Antonio de la Barrera, quería que se sintiera observado, frágil y expuesto, quería que lo notara y lo volteara a ver, quería que se diera cuenta de que estaba ahí, justo detrás de él. La sensación de náusea aumentó, dio un largó respiró y luego se tragó su propio vómito, el pensar que meses atrás había compartido la cama con ese hombre, lo hizo sentirse sucio, asqueroso, sin dignidad; de todos los sacrificios que tuvo que hacer, ese sin duda alguna fue el más grande. De nueva cuenta tenía a ese cabrón a centímetros de él, pero todo era más intenso que antes, ya no era solo el hombre que utilizó para recabar información, Antonio se convirtió en el hombre que le había arruinado la vida, el hombre que sacaba lo peor de su persona, el hombre quería ver llorar, sufrir, suplicar, el hombre que quería ver muerto, el hombre al que mataría. Salvador no dejó de acariciar la pistola.

Denisse Meléndez lo tomó del brazo y eso le pareció extraño, pensó que la hermana de su amante se había dado cuenta de que llevaba un arma consigo y se asustó; la volteó a ver a los ojos, pero ella le sonrió, él giró la cabeza de un lado a otro y se dio cuenta de que todos se tomaban de las manos en un gesto de unidad, hizo lo mismo con la persona a su izquierda y tuvo que dejar de acariciar la pistola, pero no le quitó la vista de encima al almirante ni un solo segundo. Las vendas alrededor de su rostro le picaban, lo torturaban, deseaba arrancárselas e ir con su rostro al descubierto, que el almirante lo viera y se quedara petrificado del susto, entonces, sería él quien sonreiría, se sacaría la pistola que llevaba oculta y le volaría los sesos a tiros y así, todo terminaría.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora