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¿En qué día estamos aquí? A estas alturas, eso no importa

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¿En qué día estamos aquí? A estas alturas, eso no importa.


El día que Sebastián conoció a Salvador, ese día murió y volvió a nacer, y esta es la historia, su historia, la de los dos hombres que no deberían amarse.

Sebastián y Salvador, los nombres de ambos por siempre juntos, tal como quedaron grabados a punta de navaja en el tronco de una palmera en las playas de Mazatlán, ahí donde sus circunstancias coincidieron, ahí donde sus miedos se volvieron polvo y sus quimeras escudos inquebrantables, ahí donde la muerte los unió.

Nadie, nunca, conoció en verdad a Salvador, ni tampoco cuáles fueron sus verdaderos motivos, ese fue un privilegio al que solo Sebastián pudo acceder, para el mundo entero, Salvador Arriaga solo fue el hijo de un criminal y, por ende, un criminal más. Alguna vez, un periodista le exigió que hablase sobre ese criminal de nombre Salvador, las palabras y el morbo con el que el periodista cuestionó, descolocaron a Sebastián por completo, quiso detenerse y darle un puñetazo y gritarle que no, que estaba equivocado, que Salvador era inocente; no lo hizo, Salvador no podía ser inocente, no en ese momento; algún día contaría la verdadera historia, no entonces, no así, con un micrófono y una cámara de frente. No podía resumir su historia, sus vidas, su amor, a unas cuantas frases, a un carroñero que seguro tergiversaría todas sus palabras.

La única prueba de la existencia de Salvador, permanecía oculta en agujero que Sebastián hizo debajo de su colchón: era una fotografía rectangular de diez centímetros de largo y cuatro centímetros de ancho, en ella podía apreciarse a un Salvador joven, más joven de lo que ya era; cuando Sebastián lo conoció, Salvador tenía veinticinco años, en esa fotografía debía rondar entre los diecisiete y los dieciocho años, sonreía y miraba a la cámara con timidez, su sonrisa chueca apenas lograba distinguirse en su rostro, como si sonreír estuviese prohibido e intentara contenerse. Estaba recargado sobre una piedra más grande que él, y el ver sus ojos verdes te desmoronaba porque los ojos no mienten y la tristeza en su mirada era evidente; un día después de que tomaran esa foto, Salvador se intentó suicidar por primera vez.

Salvador Arriaga no moriría en aquel primer intento, ni en el segundo; si el destino existe, debía estar escrito que Sebastián se cruzaría en su vida, o quizás, solo fue una coincidencia fortuita: dos almas dañadas que convergen para entenderse, para sanarse, para amarse. La muerte suele representar el final de la vida, sin embargo, para Sebastián y Salvador fue solo su comienzo; Sebastián lo tenía muy presente, por eso, y a pesar de que fuese tan contradictorio, el día que más amaba, fue el día en que intentaron destruirlo por completo.

Siempre supo que enamorarse del hijo de un narco le traería un chingo de problemas y más teniendo en cuenta que el sujeto en cuestión era todo un cabrón. Desde que su instinto sexual comenzó a despertar se dio cuenta de que la hormona se le alborotaría cada vez que tuviera enfrente una espalda ancha, unos brazos fuertes y una voz gruesa; las pieles suaves, manos delicadas y curvas pronunciadas no eran lo de él.

Con el tiempo, pudo descubrir que no solo se sentía atraído con la masculinidad física de los de su sexo, sino que también, en él sucumbía una debilidad por las mentes inteligentes, por esos hombres que tenían una forma divertida de ver la existencia, le encantaban aquellos que de pronto soltaban chistes correctos, esos que poseían el don de tener un humor elegante, le fascinaba compartir anécdotas con personas cultas que les encantara viajar y leer. Era un alma libre y curiosa, buscaba un compañero de vida igual.

Durante su vida había estado ya con algunos hombres, cómo olvidar al mustio maestro de primaria que había llegado hasta las lejanas y áridas tierras donde él vivía cuando apenas tenía dieciséis años, fue ese inteligente y varonil profesor, el primero con el que echó pasión y aquel con el que tanto aprendió sobre sí mismo. Ya estando lejos de la retrógrada y anticuada sociedad en la que nació y creció, pudo tener otras tantas experiencias en el alocado Madrid en el que realizó sus estudios universitarios, pero ahora, con la libertad de poder mostrarse tal cual era. Varios españoles pasaron por su cama, pero hubo uno en especial –-alto, barbón y bien parecido–- con el que se empecinó y al que confundió con el amor de su vida: inteligente, culto, artista y viajero; tal y como se lo había recetado el doctor, año y medio después, se daría cuenta de que de amor pura chingada.

Su juventud y ganas de comerse al mundo lo llevaron hasta Francia y ahí vivió un nuevo amor con la llegada del verano, esta vez con un estudiante de arquitectura que le enseñó en tan pocos días a ver el mundo desde otra perspectiva, sin embargo, así como el romance y la pasión llegaron del mismo modo se fueron una vez llegado el otoño. Volvió a Madrid, para entrar a la etapa final de su carrera universitaria y en esa época tuvo encuentros con un simpático y negrito africano, pero aventurero como él era, en esos días también desbordó pasión con un güerito alemán de ojos verdes. Al final formó una bonita y entrañable amistad con ambos. En aquel entonces apenas tenía veintiún años y jamás pensó que el verdadero amor, ese que se siente hasta en las entrañas y que a veces duele más de lo que se disfruta, lo vendría a encontrar a México, en ese México del que salió huyendo en busca de libertad.

Cómo se terminó enamorando de Salvador Arriaga, eso era algo que Sebastián Meléndez siempre se preguntaba, pero por más que trataba de encontrar una respuesta lógica, nunca la hallaba. Quizá fue la forma silenciosa y delicada, pero a la vez apasionada en la que Salvador le hacía el amor. Tal vez fueron los eternos silencios que por días tuvo que aprender a descifrar. A lo mejor y fue cuando Sebastián logró descubrir esa humanidad que se encontraba enterrada a metros de profundidad y debajo de tanta mierda. Pudo ser en una de esas largas pláticas de madrugada que vinieron luego de los eternos silencios, en las que ambos se conocieron a plenitud y se convirtieron en cómplices de secretos y verdades, en amigos de lucha e ideales, en confidentes con los que podían ser ellos mismos.

Ahora estando donde estaba y viviendo la vida después de Salvador, a Sebastián le costaba entender y solo lograba ser consciente de que amaba a ese hombre con todas sus fuerzas y nada podía cambiarlo. Pudo amar a aquel fotógrafo español o vivir una vida de ensueño al lado del arquitecto francés, pudo terminar viviendo en África o caminando de la mano al lado de ese güerito alemán. Las cosas pudieron suceder de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora