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40 días después

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40 días después.


Por primera vez en varios días, Salvador no amaneció a su lado. Se había acostumbrado en tan poco tiempo a tener la corpulencia de su compañero de desgracias consolándolo en cada despertar. En ocasiones, Sebastián despertaba en medio de una pesadilla, sobresaltado y con todos sus miedos siendo los peores verdugos, pero en esos momentos de desasosiego, solo le bastaba sentir alrededor de su cuerpo el brazo del hombre que le había salvado la vida, apretándolo y protegiéndolo para volver a tener la seguridad de que todo estaría bien. La respiración constante de Salvador que impactaba contra su cuello le daba tranquilidad; era un hombre débil y no tenía reparo en admitirlo, muchas veces se preguntaba qué hubiese sido de su vida sin Salvador, él era como un ancla que lo mantenía estable, sin él sus inseguridades y miedos habrían ganado todas las batallas y tal vez ahora estaría muerto y sin poder salvar a su familia.

Por eso sintió un enorme vacío cuando despertó y no percibió el contrapeso al otro lado del colchón. La noche anterior, Sebastián subió a su habitación ya de madrugada, cansado de pensar en un pasado que añoraba y en soluciones inverosímiles en las que trataba de creer, pero también, cansado de esperar. Salvador le había dicho que lo alcanzaría en la terraza para hacer el ritual de todas las tardes que consistía en ver cómo el mar se tragaba al astro rey mientras ellos bebían tequila y hablaban de futuros improbables, mientras follaban con José Alfredo de fondo poniéndolos melancólicos y apasionados. Aquella noche, Sebastián se cansó de esperar y ya resignado y con bastante tequila en la sangre, decidió que su almohada fuese la fiel consejera que le diera consuelo; cuando pasó por la sala, se encontró con Salvador y Emiliano, también bebían y fumaban y hablaban, desde que el agente encubierto de la DEA llegó a su refugio, Salvador y él no habían parado de hablar.

Sebastián despertó con un leve dolor de cabeza y con la sonrisa chueca de Salvador taladrándole los pensamientos, le había sonreído, lo recordaba muy bien, mientras subía a la habitación la noche anterior, su compañero le sonrió, acto que él ignoró e incluso le molestó, cómo se atrevía a sonreírle después de haberlo hecho esperar por horas. Tal vez esa fue la razón por la que Salvador no durmió a su lado, quizá estaba molesto por su falta de educación «pero si él fue todavía más mal educado que yo», pensó y luego se reprendió a si mismo por parecer un adolescente hormonal y berrinchudo, si Salvador no quería dormir con él estaba en todo su derecho, él debería estar preocupado por cosas más importantes; si se acercaba a ese cabrón, sería solo para saber cómo se salvarían de todo ese desmadre en que se vieron inmiscuidos, lo que importaba era saber cómo se salvaría él y a todos los que quería; Salvador podía irse bien lejos con sus labios, su serenidad, su fortaleza, su mirada, sus manos. Podía y debía irse lejos con todo lo que era, él tenía que aprender a ser fuerte, a ser valiente sin Salvador y todo lo que representaba.

Salió de la cama en total desnudez y se dirigió a la ducha, así dormía desde hace tiempo, Salvador le conocía hasta las entrañas y viceversa, los dos habían perdido el pudor. Abrió la llave del agua caliente y dejó que el agua le aclarara los pensamientos, en cuestión de segundos el vapor invadió el pequeño cuarto de baño y él cerró los ojos y dejó que el sonido del agua que caía contra el suelo lo trasladara a otro lugar, se enjabonó las manos y las pasó por todo su cuerpo, se detuvo en el pecho por unos instantes para sentir el latido de su corazón, la sensación de estar vivo lo desestabilizó un poco. Sí, su corazón todavía bombeaba sangre, ese era su cuerpo y sus pulmones seguían llenándose de aire y sus neuronas seguían conectándose unas con otras y otras y otras. Sí, vivía, respiraba, sentía, pensaba, amaba y odiaba.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora