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54 días después

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54 días después.


Despertó cuando escuchó la voz de su compañero de desgracias, la voz de su fresita. En un principio creyó que era un sueño, uno más de los tantos sueños que había afrontado, algunos con satisfacción, otros con desdicha, todo dependía del recuerdo o conjetura que atacase su inconsciente. Pero esta vez no era un sueño, la voz de Sebastián sonaba fuerte y claro entre la ira y el arrojo.

Andrea Ramos se había sentado en un espacio libre en el colchón y sostenía una computadora portátil en su regazo. La incandescente luz que emitía la pantalla hizo que Salvador entrecerrara los ojos y voltease el rostro hacia otro lado, todavía adormilado. Le tomó unos segundos ser consciente de lo que pasaba a su alrededor, ya más centrado, dirigió su mirada hacia Andrea Ramos. La mujer sostenía el portátil en silencio y a él lo miraba con esmero, curiosa, había dejado su actitud altiva, no obstante, no dejaba de parecer tan segura de sí misma; lucía perfecta para ser tan de mañana, un maquillaje discreto, el cabello recogido en una coleta, ropa casual sin dejar de ser elegante, no llevaba tacones.

La voz de su compañero de desgracias volvió a retumbar en sus oídos, Salvador se enderezó de forma brusca cuando puso más atención a la pantalla y vio al sujeto con el rostro vendado, la piel se le puso chinita ante el relato que el hombre contaba, le resultó tan vívido, él conocía esa historia mejor que nadie. El pulso de Salvador se aceleró en el momento en el que, en la pantalla, aparecieron fotografías que revivieron en su memoria: Antonio de la Barrera junto al Chepe Arriaga en una amena plática en el comedor de su antigua casa, Antonio en el jardín intercambiando palabras con Manuel, Antonio con prostitutas sentadas en sus piernas, todos los miembros del cartel a la orilla de la piscina, Antonio con una sonrisa en el rostro mientras estrechaba la mano con el Chepe. Salvador sintió que su corazón estaba a punto de traspasar su piel, él había tomado esas fotografías, él grabó el audio de cuarenta segundos que ahora destruía la vida de varios que jugaron a ser Dios, él escaneó lo cheques que en ese momento aparecían en la pantalla, él había recabado todas esas evidencias por años y las había escondido en dos lugares distintos: debajo del colchón de Manuel y en la medalla de Isabela.

Salvador no se sorprendió cuando el hombre se quitó la venda que cubría su rostro, él ya sabía quién era, lo había descubierto desde que él mismo confirmó la veracidad del relato en sus adentros, desde que reconoció el sentimiento y el dolor, desde que escuchó cosas que solo su fresita podría contar de lo ocurrido y, cuando el hombre con el rostro vendado sostuvo las fotografías con una mano a la que le faltaban la mitad de dos dedos, Salvador supo que la voz no era un montaje, él reconocería esas manos bajo cualquier circunstancia, quien estaba ahí era Sebastián.

Ya al descubierto y cuando el relato estaba a punto de terminar, la cámara hizo un acercamiento «Yo he cumplido mis promesas y sigo luchando, por favor no dejes de luchar —dijo Sebastián como si estuviese dirigiéndose a todo el público, pero por la forma en la que miró a la cámara a Salvador le quedó claro que no se dirigía al colectivo, quizá solo él podría entenderlo, Sebastián supo disimular y mezclar las palabras con el discurso—, ya nos han hecho demasiado daño, nos han destruido, nos han sobajado, nos han quebrantado y ya no podemos permitirlo, todos los que están viendo esto les pido que no dejen de luchar por sus familias, por su país, por todo lo que aman. Ya basta». Los labios de Salvador se abrieron un poco y temblaron, no pudo apartar la mirada de la pantalla.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora