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 48 días después

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 48 días después.


La conocía.

Ahora que volvía a tenerla frente a él podía reconocerla.

Ella lo miraba con un sosiego que no lograba entender, lo miraba con un aprecio que lo confundía, como si llevase toda una vida conociéndolo sin él ser consciente de ello. Sebastián solo la recordaba de una noche, todo parecía reducirse a aquella noche, la noche en que murió para luego volver a nacer, sí, justo ahí, esa noche de celebración y tragedia. Con Emiliano sucedió lo mismo, cuando sus miradas coincidieron el día que se lo encontró sentado en la sala de la casa de playa, su mente se trasladó a la cena de celebración que su padre organizó, y ahora no era distinto, volvía a esa noche: la recordaba junto a Emiliano, ella le sonrió aquella vez y le dio la mano con cortesía, su sonrisa era distinta esta vez, pero Sebastián no lograba entender qué había cambiado. Recordaba que su hermana Denisse los había presentado como amigos suyos, periodistas, sí, Denisse dijo que eran periodistas y ellos asintieron. Emiliano había mentido, no era un periodista, era un agente encubierto de la DEA y eso Sebastián lo descubrió semanas después, y si Emiliano mintió, con ella las cosas no debían ser diferentes.

Sebastián le sostuvo la mirada, curioso de su reacción, la sonrisa en el rostro de la mujer se amplió y, sin vacilaciones, saltó encima de él y lo abrazó. Sebastián no supo cómo reaccionar, se quedó pasmado, sin mover ni un solo dedo. Ella susurró a su oído: «Sebastián, Sebastián, Sebastián... eres tú» el desconcierto en él aumentó, ¿a qué se debía ese fervor y sentimentalismo? Necesitaba entenderlo, había despertado hace solo unos minutos, pero su mente aún giraba deprisa, aún podía sentir la adrenalina de haber corrido por su vida, la imagen de Robert siendo asesinado no lo abandonaba, tampoco lo hacía su pulso acelerado y nervioso y la sensación de que debía seguir corriendo para sobrevivir: ¿quién era la mujer que lo abrazaba y dónde demonios estaba?

Se enderezó de la cama, sobresaltado y nervioso, sintió un dolor en la espalda y emitió un leve quejido, Sebastián quiso mover su brazo y fue entonces que se dio cuenta de que tenía una aguja y una manguera conectados a él que ayudaban a trasladar un líquido que goteaba desde una bolsa sujeta en lo alto de un trípode, asustado quiso arrancar la aguja de su mano porque la sensación de que debía correr para salvarse no lo abandonaba, la mujer que segundos atrás lo había abrazado con fervor, se lo impidió.

—Tranquilo, Sebastián —le dijo ella—, estás a salvo, estamos a salvo, por ahora lo estamos.

—¿Quién eres? —logró preguntar Sebastián con una voz gangosa.

—Soy Karla —respondió ella—, ¿no me recuerdas?

—¿Dónde estamos? ¿Qué hago aquí? ¿Quién eres? —insistió Sebastián.

—Tienes que tranquilizarte —le pidió Karla—, has dormido por mucho tiempo y estás algo desconcertado. Estoy aquí para ayudarte y puedo explicarlo todo, pero necesito que te tranquilices.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora