70: Capítulo final

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¿En qué día estamos aquí? A estas alturas, eso no importa

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¿En qué día estamos aquí? A estas alturas, eso no importa.


Siempre supo que enamorarse del hijo de un narco le traería un chingo de problemas y más teniendo en cuenta que el sujeto en cuestión era todo un cabrón. Desde que su instinto sexual comenzó a despertar se dio cuenta de que la hormona se le alborotaría cada vez que tuviera enfrente una espalda ancha, unos brazos fuertes y una voz gruesa; las pieles suaves, manos delicadas y curvas pronunciadas no eran lo de él.

Con el tiempo, pudo descubrir que no solo se sentía atraído con la masculinidad física de los de su sexo, sino que también, en él sucumbía una debilidad por las mentes inteligentes, por esos hombres que tenían una forma divertida de ver la existencia, le encantaban aquellos que de pronto soltaban chistes correctos, esos que poseían el don de tener un humor elegante, le fascinaba compartir anécdotas con personas cultas que les encantara viajar y leer. Era un alma libre y curiosa, buscaba un compañero de vida igual.

Durante su vida había estado ya con algunos hombres, cómo olvidar al mustio maestro de primaria que había llegado hasta las lejanas y áridas tierras donde él vivía cuando apenas tenía dieciséis años, fue ese inteligente y varonil profesor el primero con el que echó pasión y aquel con el que tanto aprendió sobre sí mismo. Ya estando lejos de la retrógrada y anticuada sociedad en la que nació y creció, pudo tener otras tantas experiencias en el alocado Madrid en el que realizó sus estudios universitarios, pero ahora con la libertad de poder mostrarse tal cual era. Varios españoles pasaron por su cama, pero hubo uno en especial –-alto, barbón y bien parecido–- con el que se empecinó y al que confundió con el amor de su vida: inteligente, culto, artista y viajero; tal y como se lo había recetado el doctor, año y medio después se daría cuenta de que de amor pura chingada.

Su juventud y ganas de comerse al mundo lo llevaron hasta Francia y ahí vivió un nuevo amor con la llegada del verano, esta vez con un estudiante de arquitectura que le enseñó en tan pocos días a ver el mundo desde otra perspectiva, sin embargo, así como el romance y la pasión llegaron del mismo modo se fueron una vez llegado el otoño. Volvió a Madrid, para entrar a la etapa final de su carrera universitaria y, en esa época, tuvo encuentros con un simpático y negrito africano, pero aventurero como él era, en esos días también desbordó pasión con un güerito alemán de ojos verdes. Al final formó una bonita y entrañable amistad con ambos. En aquel entonces apenas tenía veintiún años y jamás pensó que el verdadero amor, ese que se siente hasta en las entrañas y que a veces duele más de lo que se disfruta, lo vendría a encontrar a México, en ese México del que salió huyendo en busca de libertad.

Cómo se terminó enamorando de Salvador Arriaga, eso era algo que Sebastián Meléndez siempre se preguntaba, pero por más que trataba de encontrar una respuesta lógica, nunca la hallaba. Quizá fue la forma silenciosa y delicada, pero a la vez apasionada en la que Salvador le hacía el amor. Tal vez fueron los eternos silencios que por días tuvo que aprender a descifrar. A lo mejor y fue cuando logró descubrir esa humanidad que se encontraba enterrada a metros de profundidad y debajo de tanta mierda. Pudo ser en una de esas largas pláticas de madrugada que vinieron luego de los eternos silencios, en las que ambos se conocieron a plenitud y se convirtieron en cómplices de secretos y verdades, en amigos de lucha e ideales, en confidentes con los que podían ser ellos mismos.

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora