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22 días después

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22 días después.


Ya era de madrugada cuando llegó la camioneta en la que dejarían atrás la tranquilidad y seguridad de la sierra madre occidental. Habían pasado tres semanas desde que escaparon de esos asesinos que conspiraron para verlos muertos, lograron sobrevivir a la crueldad de unas mentes siniestras, a un plan perverso maquinado por personas dispuestas a hacer lo que fuese necesario con tal de alcanzar el poder, pero ahora, llegaba el momento de hacerle frente a sus circunstancias, a su realidad, a su destino. La camioneta que los llevaría a luchar contra su porvenir era de color azul celeste en la parte de enfrente, la pintura lucía desgastada por el excesivo uso que se la había dado y en algunas partes solo quedaba metal oxidado. Salvador y Sebastián se irían en la parte de atrás, en una enorme redila de madera en la que se trasladaban los distintos animales que los tarahumaras solían comercializar para sobrevivir, aquella madrugada los dos compañeros de desgracias irían rodeados de borregos.

Sebastián miró la camioneta y por unos instantes dudó que lo que estaban por hacer fuese lo correcto, pero el jícuri, le permitió ver las cosas con mayor claridad, llegó a un estado de conciencia en el que fue capaz de conocer a plenitud sus miedos, sentirlos, analizarlos, y ahora, tenía que enfrentarlos. Observó a Salvador a la distancia y recordó cómo horas antes había despertado con el brazo de su compañero rodeando su cuerpo, durmieron por más de diez horas y, en cuanto abrió los ojos, Sebastián sintió una tranquilidad que desde hace meses no había experimentado. Salvador volvió de su largo sueño minutos después y por unos segundos se quedó quieto, Sebastián supuso que su compañero experimentaba la misma tranquilidad que él, fue hasta que se dio cuenta en la posición que estaban que, Salvador, se incorporó poco a poco y luego se sentó en la orilla del catre.

—Sebastián, tenemos que irnos de aquí —le había dicho Salvador en un tono sereno que nunca antes le escuchó.

—Lo sé —respondió Sebastián aún acostado en el catre, podría durar así por mucho tiempo más.

—Hace días Rahui me comentó que cada mes, un compañero tarahumara que vive en Sinaloa viene para comprarles animales, creo que es el momento oportuno para irnos.

—¿Y será seguro? ¿Adónde iremos? —interrogó Sebastián.

—Es la mejor oportunidad que tendremos —respondió Salvador—, he hablado con Rahui y él nos ayudará, sobre adónde iremos, creo tener un buen lugar.

—¿Qué lugar?

—Es una casa en Mazatlán, esa casa es mía y absolutamente nadie sabe de su existencia, nadie más que yo.

—¿Nos seguiremos escondiendo, entonces?

—Escúchame bien, Sebastián, nadie, absolutamente nadie, puede saber que seguimos vivos, no todavía, primero tenemos que saber cómo se encuentran las cosas más allá de esta realidad que ahora vivimos, ¿bien?

Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo PródigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora