Trilogía Amor y Muerte I: El Hijo Pródigo

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10 días después.

Entre ceniceros, humo de cigarro y tequila, los miembros más importantes del cartel del norte intercambiaban miradas y opiniones discordantes. Durante muchos años habían mantenido todo el control del tráfico de drogas de la costa este del país sin ningún problema, varios grupos contrarios quisieron quedarse con el mando, todos fracasaron en el intento. Ahora, sin que nadie lo esperara, una guerra les había explotado en la cara y las pérdidas que el cartel tenía eran de considerarse, debían comenzar a tomar medidas extremas. El Chepe Arriaga había sido un líder al que poco podía reclamársele, desde principio de la década de los ochenta, el hombre se hizo con el mando del negocio y supo ganarse el respeto para mantenerse en la cima, sin embargo, casi todos los ahí presentes estaban de acuerdo en que su tiempo al frente de la organización debía terminar, la gota que derramo el vaso fue la muerte de su hijo, Salvador. Ese hecho lo afectó demasiado, ya no pensaba con claridad.

Fue un milagro que, para esa reunión, el Chepe Arriaga lograra estar sobrio, habían pasado diez días desde que el almirante acudió hasta él para informarle que fuentes cercanas confirmaban que Salvador había muerto junto con el hijo del político en esa explosión causada por los desgraciados del cartel de la letra muda, para él fue devastador no haber podido salvar a su hijo y lo que terminó de destruirlo, fue no tener un cuerpo al que llorarle. El Chepe se refugió en el alcohol para apaciguar los demonios que martillaban su conciencia. Aquella tarde, el almirante estaba sentado justo frente a él y, de vez en cuando, le dedicaba una mirada; el Chepe le dio una calada más a su cigarrillo y volvió a recordar las palabras que Antonio de la Barrera le había dicho a la mañana siguiente a la explosión.

«Es oficial, Chepe, tu hijo también ha muerto en esa explosión —le dijo el almirante—, los haches lo planearon todo».

«Cómo lo sabes —preguntó él—. Mis informantes me dijeron que los cuerpos quedaron irreconocibles».

«Encontraron esta cadena y esta medalla en el lugar de la explosión, —el almirante le había entregado las piezas de oro y él las reconoció al instante a pesar de que estaban medio chamuscadas—, sé que son de Salvador, yo se las había visto muchas veces».

Recordó cómo un ataque de ira lo invadió, cómo apretó la medalla de su hijo con fuerza y cómo quebró y destruyó todo a su paso. Salvador pocas veces se quitaba esa medalla de su cuello porque era un regalo de su madre y tenía mucho valor para él, que el equipo forense la hubiese encontrado en el lugar de la explosión y que el almirante se la entregara en persona, era la prueba irrefutable de lo que se negaba a creer, sus enemigos le habían dado donde más le dolía, su hijo estaba muerto y lo único que le quedaba de él eran esas piezas de oro chamuscado.

Dejó atrás sus pensamientos y volvió a fumar de su cigarro, seis personas además de él se encontraban esa tarde sentados alrededor de la mesa redonda que se encontraba en la sala en la que siempre se reunían. Siete sillas estaban ocupadas, pero estaba una que había quedado vacía, la de su muchacho, la de Salvador. El Chepe miraba de un lado a otro y las voces de los seis sujetos que discutían como imbéciles, retumbaban en sus oídos torturándolo, exasperándolo, si por él fuera hubiese sacado su pistola y les metía un tiro a cada uno para que se callaran, se le olvidaba que entre esos hombres también estaba su hijo Manuel, pero es que solo podía pensar en una cosa: la venganza. La muerte de su hijo no se quedaría así, ya nada le importaba, solo quería que esos desgraciados pagaran por lo que le habían hecho a su Salvador, por eso cuando el tema de los haches salió a flote en la conversación, él comenzó a prestar más atención a lo que decían, ese era el tema por el que se mantuvo sobrio.