TRES

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La lluvia no ha cesado en toda la tarde, ni tampoco la temperatura ha hecho el favor de ascender unos cuantos grados. Son ya las nueve y media, aunque ha oscurecido desde hace unas horas.

Laia disfruta de una taza de leche caliente, que junto con la calefacción y las innumerables mantas que la cubren, combaten el frío. Ve en su televisión de pantalla plana una película romántica acompañada de un pañuelo de papel, encargado de absorber algunas de sus lágrimas. Se pregunta a sí misma por qué no puede pasarle a ella a algo así, como en las películas, y entonces un bip suena de algún lado.

Se levanta de su sillón malva, situado en una esquina de su habitación y que hace juego además con el resto de la decoración beige y del color ya mencionado. Retira las mantas y los cojines, mira por el suelo, debajo de la alfombra... pero su móvil no aparece por ningún sitio y no recuerda haberlo dejado en algún sitio especial.

Corre al piso inferior en busca del teléfono inalámbrico de la casa y se marca a sí misma esperando oír la melodía para así descubrir su misterioso escondite. La música le lleva hasta su mochila, en su habitación, y allí aparece el móvil, junto al libro de historia. ¿Pero cómo es posible que no se haya dado cuenta? Su padre siempre le dice que no pierde la cabeza porque la lleva unida al cuello. En cualquier caso borra la llamada que se ha hecho y abre un mensaje de Andrea que le sorprende, pero a la vez no tanto...

¿Estás en tu casa? Estoy mal. Necesito hablar contigo. Lo he dejado con Zack.

Rápidamente le responde con un sí y espera la llegada de su amiga. Sabe qué es lo que va a pasar en los próximos minutos. Llegará llorando y destrozada, otra vez, maldiciendo el momento en que lo conoció, el momento en que aceptó empezar la relación y el momento en el que se enamoró de él. Luego ella la consolará, y le dirá, como siempre, cuatro cosas bien dichas sobre ese capullo. En ese instante, Andrea le dará toda la razón, pero al cabo de tres días, como máximo, ya estará de nuevo con él como si nada hubiera pasado. Se lo sabe de memoria. Si no recuerda mal, esta es la sexta vez que vive la situación.

Unos golpes suenan en la puerta, acompañados por una chica más o menos delgada y blanca de piel. Primero, su cabeza gacha, impide verle el rostro y solo se puede apreciar su larga melena castaña muy ligeramente ondulada cubriendo su cara. Después levanta la cabeza y aparecen unos enormes ojos verdes enrojecidos y unas mejillas sonrojadas. Ella inmediatamente al ver a su amiga en la cama, se limpia una lágrima que cae por su rostro pecoso, haciendo así más intensa la sombra negra esparcida por debajo de sus ojos.

—Andrea... —murmura cuando la ve de nuevo pasando por la misma situación y se levanta para darle un abrazo sin contar con muchas más palabras de consuelo. Se le han agotado.

—Seis veces, Laia. —Solloza abrazándola y luego vuelve a secarse las lágrimas con las mangas de su sudadera. Laia asiente compasiva. No se ha equivocado, esta es la sexta.

Ambas se sientan sobre la cama y Laia espera hasta que su amiga se recupere. Esta respira hondo y se deja caer hacia atrás sobre el colchón.

—Andrea, lo siento muchísimo. No me gusta nada verte así —comienza sin saber muy bien qué palabras utilizar para empezar la conversación. Lo ha hecho tantas veces que ya no sabe qué decirle—. ¿Qué pasó esta vez? No me digas que te hizo daño.

—¡No! Claro que no. Nunca me haría daño físico, Laia. Tú no lo conoces realmente.

—Pero no para de dañarte emocionalmente —le recuerda, porque le molesta su afán de defenderle siempre.

—¿Y qué puedo hacer? Yo le quiero —responde nuevamente con los ojos húmedos—. No sé cómo me quedan lágrimas.

—Sabes lo que pienso, Andrea. Te lo he dicho muchas veces. Tú te mereces a alguien mil veces mejor.

¿Y si te digo que te quiero? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora