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La araña es enorme y quiere jodidamente lastimarme.
Su cuerpo debe ser del tamaño de mi cabeza, con patas fuertes y peludas que se mueven tan rápido como las de Señor Bingley. Está haciendo un ruido espeluznante de otro mundo y comienzo a gritar a todo pulmón, más fuerte con cada decibelio que sale de mi cuerpo.
Mis ojos se abren de golpe y miro al techo vacío de mi dormitorio. Hay unos ojos allí. Ojos avellana brillantes, mirándome con una intensidad que es casi dolorosa. Recuerdo esos ojos. Los vi, hace solo unos días....
Una pesadilla. Fue solo una pesadilla.
Estoy empapada en sudor, cubierta de él. Mi edredón se siente pesado sobre mí y me quejo, levantándome y haciendo que mis gatos atigrados, Señor Bingley y Señora Hudson, maúllen con disgusto. Los hago callar suavemente y voy al baño. Faltan dos horas para que suene la alarma, pero esto no es nada nuevo para mí. He tenido problemas para dormir desde que era niña.
Me salpico agua fría en el rostro y noto que me tiemblan los dedos mientras me seco. Y así, comienza otro día de trabajo.
Es una rutina bien establecida a estas alturas. Me cepillo los dientes, me doy una ducha rápida, me seco el cabello, me aplico una cantidad mínima de maquillaje y me preparo un desayuno rápido. Alimento a los gatos atigrados, sus colas y narices de botón frotándose contra mis pies. Todo el tiempo, lucho contra el pensamiento del extraño que me había mirado hace unos días en el hospital. Fue el tipo de encuentro casual que luchas por olvidar, tratando de entender si el destino puso a esa persona en tu camino por una razón... o si estás siendo una tonta ingenua al pensar eso.
-Vamos. -Alejo a los gatos de la puerta, agarrando mis llaves-. Los veré más tarde, chicos. ¡Sean buenos!
Les mando besos, sonrojándome cuando me encuentro con los ojos de mi vecina de al lado en el pasillo. Debe pensar que me estoy volviendo loca con solo veintisiete años, hablando así a mis gatos. Pero son la única familia que tengo, y si mi vecina estirada quiere juzgarme por eso, que así sea.
Le doy una sonrisa superficial antes de subir las escaleras para no tener que hablar con ella en nuestro ascensor de mierda. Sigue rompiéndose, de todos modos.
Me sé de memoria el camino al trabajo. Sé qué ruta es la más rápida. Sé que la ruta que es tres minutos más larga me hace pasar junto a un gato callejero que llamé Phoebe, a un par de cuadras de distancia. Tomo ese camino ahora, agarrando mi bolso de mensajero donde una lata de atún sin abrir espera por Phoebe. No es mucho, pero me aseguro que es mejor que nada. Phoebe me ha estado esperando últimamente, maullando de alegría cuando me ve acercarme a ella.
Efectivamente, mi nueva amiga está esperando y pongo la lata de atún en la acera antes de darle unas palmaditas en la cabeza. Y luego tengo que apresurarme al hospital para otro día de miseria.