La voluntad del padre: ¿qué significa ser un hijo de Dios?

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Parábola de los dos hijos

"¿Qué les parece? —continuó Jesús—. Había un hombre que tenía dos hijos. Se dirigió al primero y le pidió: "Hijo, ve a trabajar hoy en el viñedo". "No quiero", contestó, pero después se arrepintió y fue. Luego el padre se dirigió al otro hijo y le pidió lo mismo. Este contestó: "Sí, señor"; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo lo que su padre quería?"

(Mateo 21:28-31, Nueva Versión Internacional).

La parábola de los dos hijos enseña sobre la voluntad divina, la libertad humana y el arrepentimiento. El Señor Jesús presenta a un hombre con dos hijos, representando al Padre Celestial. Este hombre desea que sus hijos trabajen en su viña, una metáfora de la humanidad y el mundo. Sin embargo, cada hijo representa una actitud distinta hacia la voluntad de Dios.

El segundo hijo simboliza al pueblo de Israel, quienes inicialmente aceptaron la voluntad divina en el monte Sinaí al recibir la ley de Dios y entrar en un pacto con él (Éxodo 19:8). No obstante, incumplieron este pacto al desobedecerlo, como en el episodio del becerro de oro. Por otro lado, el primer hijo representa a los gentiles, personas que inicialmente rechazan la voluntad de Dios, guiadas por sus propios deseos, pero que, mediante el arrepentimiento impulsado por el Espíritu Santo, terminan cumpliendo con el llamado divino. Ambos son llamados "hijos" porque tienen el potencial de serlo, pero solo quien obedece la voluntad de Dios se convierte realmente en su hijo.

El término "hijo" en esta parábola destaca nuestras obligaciones hacia Dios y el mundo. No todos los seres humanos son hijos de Dios, pero él desea que todos lo sean. Ser hijo implica cumplir su voluntad, que se resume en el mandamiento: "que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado" (1 Juan 3:23, Reina-Valera 1995). El título de hijo no exime del trabajo ni de la responsabilidad; al contrario, conlleva un compromiso constante por mejorar y vivir según los propósitos celestiales.

¿A quién confiaría el hombre su viña?

El viñedo será confiado al hijo que pasó más tiempo trabajando junto al padre, demostrando compromiso y acción, no solo palabras vacías. Esta parábola nos enseña que ser hijo de Dios no se basa en reclamar derechos, sino en cumplir la voluntad del Padre, que es que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2:4).

Trabajar junto al Padre significa transmitir la salvación a través de Cristo. Sin embargo, Dios respeta la libertad humana, permitiendo a las personas aceptar o rechazar su salvación. Como dice Proverbios 1:23-25: "¡volveos a mi reprensión!, pues ciertamente yo derramare mi espíritu sobre vosotros y os haré saber mis palabras. Yo os llamé, pero no quisisteis escuchar; tendí mi mano, pero no hubo quien atendiera, sino que desechasteis todos mis consejos y rechazasteis mi reprensión". (Reina-Valera, 1995).

No todos los hombres son hijos de Dios, pero aquellos que lo son disfrutan de una ventaja: "el Dios viviente, que es el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen" (1 Timoteo 4:10). Por esto, el Señor Jesús declara: "van delante de vosotros al reino de Dios" (Mateo 21:31, Reina-Valera, 1995). La responsabilidad del hijo es proclamar el nombre de Jesucristo para que otros sean salvos, pero también mantener su santidad, tal como enseña 1 Tesalonicenses 4:3: "La voluntad de Dios es vuestra santificación".

La santidad: una vida apartada del pecado

El término "santidad" proviene del hebreo quedushá, que significa estar apartado, elevado y trascendente, como Dios. La santidad implica autocontrol, especialmente frente a los instintos más básicos, y nos diferencia positivamente del resto de la creación. Mientras los animales actúan por instinto, el ser humano, dotado de libre albedrío, puede decidir y controlar sus impulsos, acercándose a Dios.

Pablo enseña que debemos apartarnos del pecado y aprender a ejecutar correctamente nuestros deseos. Esto no significa reprimirnos o vivir en austeridad, sino disfrutar del placer de manera adecuada, evitando el daño y llevando una vida de santidad. Por ejemplo, quien disfruta del vino debe consumirlo con moderación, evitando la embriaguez, para gozar correctamente de lo que le agrada. La voluntad de Dios no es privarnos del placer, sino enseñarnos a manejarlo responsablemente.

En 1 Tesalonicenses 4:3-12, Pablo especifica cómo mantener la santidad:

1. Apartarse de la fornicación: las relaciones sexuales fuera del matrimonio, enfocadas solo en el placer, desvirtúan el propósito divino de la procreación y la unidad. 

2. Tener a la esposa en santidad y honor: el matrimonio no es una licencia para pecar. Debe estar libre de lujuria, adulterio y caos sexual. Se debe respetar la dignidad mutua y asumir responsabilidades económicas, sexuales y familiares. 

3. No agraviar ni engañar a otros: esto surge del temor y amor a Dios, evitando perjudicar al prójimo, quien fue creado a su imagen y semejanza. 

4. Practicar el amor fraternal: Este amor (philia) fomenta el respeto, la admiración y la lealtad en las relaciones humanas. Existen tres tipos de amistad: de provecho, de comodidad y de valor, siendo esta última la más elevada, basada en valores comunes y apoyo mutuo. 

5. Trabajar con dedicación: El esfuerzo reduce la necesidad de engañar y permite proveer dignamente al hogar. Un trabajo honrado contribuye al bienestar personal y familiar, fortaleciendo los principios divinos.

Reflexión final

Esta parábola nos enseña que Dios acepta a quienes se arrepienten sinceramente, sin importar su rechazo inicial. Ser hijo de Dios no es un título automático; se gana cumpliendo su voluntad y trabajando en su viña, es decir, compartiendo el mensaje de salvación. La santidad es una responsabilidad de todo hijo, que implica vivir apartado del pecado y ejercer control sobre nuestros impulsos.

El hijo arrepentido es exaltado porque, a pesar de su pasado, su compromiso lo lleva a niveles más altos que aquellos que, aunque siempre fueron hijos, perdieron su pasión y obediencia. Como dice 1 Juan 3:18: "Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad" (Reina-Valera 1995).

Gloria a Jesús. 

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