El centurión romano: la verdadera grandeza ante Dios

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Jesús Sana al Siervo de un Centurión

(Lucas 7:1-10)

En este pasaje, la Biblia relata la historia de un siervo de un centurión romano que se encontraba gravemente enfermo. El centurión, quien valoraba profundamente a su siervo, al escuchar hablar de Jesús, no dudó en enviar a unos ancianos judíos a rogarle que viniera y sanara a su siervo. Cuando los ancianos se acercaron a Jesús, destacaron las buenas acciones del centurión, mencionando su amor por la nación de Israel y su generosidad al construir una sinagoga. Para el pueblo, tales acciones eran dignas de recompensa, alineadas con la promesa de Dios: "Bendeciré a los que te bendigan" (Génesis 12:3, NVI), lo que lo convertía en un candidato ideal para un milagro. Los ancianos usaron estos argumentos para convencer a Jesús, y él aceptó ir a la casa del centurión.

Sin embargo, Lucas menciona que el centurión no se presentó personalmente ante Jesús. A pesar de contar con el respaldo de la comunidad y los méritos que sus acciones le conferían, eligió no hacer uso de ellos. Esta actitud refleja la humildad del centurión, pues nuestra forma de presentarnos ante los demás refleja lo que somos. Jactarse constantemente de nuestros logros puede ser una señal de inseguridad, de una baja autoestima que necesita validación externa. En cambio, una persona humilde no busca reconocimiento, porque espera que sus acciones hablen por sí mismas. Como dice Proverbios 27:2: "Alábate el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos" (Reina-Valera, 1995).

Mientras que los ancianos de Israel veían al centurión como alguien digno de ser atendido por el Señor, él mismo no se consideraba merecedor de tal trato. Lo que para ellos era motivo de honor, él lo veía como un deber, hecho por un amor genuino hacia Dios y hacia su nación. Como expresa Lucas 17:10: "Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos". Este gesto de humildad nos enseña que el amor a Dios no se mide por palabras, sino por acciones, como nos recuerda el Apóstol Juan: "Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad".

Orgullo y Humildad

La Biblia presenta dos ejemplos contrastantes: por un lado, la humildad del centurión, quien no se sintió digno de presentarse ante Cristo, y por otro, el orgullo de Naamán, quien, a pesar de su necesidad, buscó al profeta Eliseo esperando un gran recibimiento debido a su estatus. Sin embargo, Eliseo, fiel a Dios, no cedió a las apariencias, pues Dios no se interesa en lo superficial. A través del centurión romano, Jesús nos enseña que las obras para Dios deben hacerse sin esperar recompensa material ni reconocimiento humano, sino por un amor sincero y desinteresado. El rechazo del centurión a la retribución refleja su visión de que servir a Dios es en sí mismo la mayor recompensa, ya que, al hacerlo, nos convertimos en parte de Su plan divino. Quien sirve en silencio y con humildad, demuestra un amor que se cultiva en lo íntimo.

Lo que impresiona a las personas son las acciones del centurión, pero lo que Jesús valora es la persona detrás de esas acciones. Jesús no se fija en las apariencias, sino en la integridad del corazón. No basta con hacer algo, es necesario que nuestras acciones estén alineadas con lo que creemos y sentimos, como lo expresa Pablo en Colosenses 3:23: "Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres". El hombre ve lo externo y puede actuar por interés, pero Dios ve el corazón y no puede ser engañado. Él valora la sinceridad de nuestras intenciones, no solo las acciones externas.

A veces actuamos buscando la aprobación de los demás, sin darnos cuenta de que lo que realmente deseamos es el reconocimiento de quienes no nos aprecian. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿realmente lo que buscamos es lo que necesitamos, o solo la admiración ajena? La verdadera satisfacción proviene de saber que aquellos que nos aman lo hacen por lo que somos, no por lo que tenemos. Es esencial reflexionar sobre nuestras motivaciones y asegurarnos de que nuestras acciones estén guiadas por la autenticidad y no por deseos superficiales. No debemos esperar a que sea demasiado tarde para darnos cuenta de que nuestras prioridades eran equivocadas.

El relato del siervo del centurión nos enseña que las virtudes verdaderas son aquellas que permanecen, las que forman parte de nuestra personalidad, no aquellas que son solo una fachada. La humildad no se basa en el autodesprecio ni en llevar una vida austera, sino en la condición interna del corazón. No se trata solo de lo que hacemos, sino de cómo lo hacemos. Una persona puede parecer muy segura de sí misma, pero si necesita constantemente la validación externa, su seguridad es solo superficial. En cambio, la verdadera humildad proviene de una actitud interior saludable, que reconoce que todo lo que somos y tenemos es un canal para servir a los demás. La verdadera humildad es reconocer nuestra grandeza no en nosotros mismos, sino en el propósito divino para el que somos llamados.

A las personas les puede impresionar lo que tenemos, pero a Jesús le interesa quiénes somos. Como dice la canción sobre Jesús: "Me viste a mí cuando nadie me vio, amaste a mí cuando nadie amó". Y como dice 1 Juan 4:19: "Nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero" (Reina-Valera, 1995).

Conclusión

Jesús ve más allá de lo que los demás ven en nosotros. A pesar de que el pueblo veía al centurión por sus obras, Jesús lo valoró por su corazón. A veces, nuestras acciones pueden parecer grandes a los ojos de los hombres, pero si no están basadas en una intención pura y sincera, carecen de verdadero valor ante Dios. La verdadera grandeza no está en el tamaño de nuestras obras, sino en la pureza de nuestras intenciones. Como dice Proverbios 16:2: "A cada uno le parece correcto su proceder, pero el Señor juzga los motivos" (NVI). Las obras que permanecen son las que provienen de un corazón honesto y humilde.

Cuando el Señor se acercaba a la casa del centurión, este envió a decirle que no era digno de que Jesús entrara en su hogar. Sin embargo, expresó su gran fe, creyendo que, con solo decir una palabra, Jesús podría sanar a su siervo. Este gesto muestra la profundidad de su humildad y la verdadera naturaleza de la fe, que no depende de lo visible o tangible, sino de la certeza de que Jesús tiene poder, sobre todo.

El centurión reconoció que ninguna autoridad terrenal podía compararse con la de Cristo. Su humildad, lejos de menospreciar su estatus, reflejaba su comprensión de que la grandeza ante Dios se mide por la humildad del corazón. Jesús, al ver su fe y su humildad, declaró que no había hallado en Israel una fe tan grande. La verdadera fe, entonces, es la que se vive en armonía con lo que se cree, es vivir, pensar, sentir y actuar en integridad. Y como nos dice Proverbios 22:11: "El que ama la pureza del corazón, con la gracia de sus labios se ganará la amistad del rey" (Reina-Valera, 1995).

Gloria a Jesús.

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