"La mente del hombre planea su camino, pero el Señor dirige sus pasos".
(Proverbios 16.9. Nueva Biblia de Las Américas).
La búsqueda del ser humano por comodidad, placer y riquezas suele entrar en conflicto con el propósito que Dios desea que desarrollemos, ya que nuestro corazón, por naturaleza, tiende al egoísmo. Sin embargo, al caminar por los senderos de Dios, comenzamos a descubrir una verdad más profunda que transforma nuestro interior. Esta verdad nos lleva, por primera vez, a experimentar lo que realmente significa vivir con propósito y en verdad.
Por ejemplo, un hombre que persigue un objetivo monetario puede creer que alcanzar cierta suma de dinero le otorgará la admiración y felicidad que tanto anhela. Sin embargo, en su búsqueda, empieza a notar las necesidades de las personas que lo rodean. En algún momento, estas necesidades superan la importancia de sus propios intereses, llevándolo a reflexionar sobre cómo podría ayudar a otros.
Cada una de estas reflexiones actúa como una pequeña chispa de revelación que ilumina las sombras de su corazón. Gradualmente, las capas de ignorancia y egoísmo que lo envolvían comienzan a disiparse, y su carácter se transforma: se vuelve más generoso y humilde. Llega un punto en el que el objetivo inicial que lo impulsó —el dinero— pierde protagonismo frente a la nueva perspectiva que ha adquirido. Así, su búsqueda, aunque comenzó con un propósito egoísta, termina llevándolo a un cambio profundo y significativo, uno que lo acerca más al corazón de Dios.
En ese proceso, las prioridades cambian de orden, y la persona comienza a desarrollar cualidades que nunca imaginó o que, quizás, antes no le interesaban. Estas nuevas habilidades y valores terminan transformando su mentalidad. Su visión del mundo se amplía, y percibe que existe un propósito más profundo y auténtico que sus propios intereses personales. Dios utiliza nuestros propios deseos e intereses como herramientas para sacarnos de nuestra zona de confort. Nos atrae hacia el cambio mediante aquello que codiciamos, utilizando nuestra percepción de lo que creemos necesitar. Aunque este no es el ideal, representa el inicio de la transformación, porque el paso más difícil es salir de la comodidad. Y, a menudo, solo lo damos cuando existe la esperanza de alcanzar algo que materialmente nos motiva.
Podemos decir que el éxito que anhelamos en un principio corresponde a nuestro "plan A". Sin embargo, el camino recorrido —las labores que realizamos, las personas con las que interactuamos y las experiencias que enfrentamos— nos transforma. Estas vivencias nos ayudan a desarrollar cualidades opuestas a las que teníamos al comenzar, lo que cambia nuestra perspectiva y nos introduce en un "plan B". En este nuevo escenario, empezamos a replantear nuestra vida desde una óptica renovada, alineada con un propósito más verdadero y trascendente.
No obstante, aquel en quien nos transformamos siempre fue el plan A de Dios. Lo que nosotros consideramos nuestro plan A —aquello que deseamos alcanzar— es, en realidad, el plan B desde la perspectiva divina: un simple señuelo diseñado para impulsarnos a salir de nuestra zona de confort. Por el contrario, lo que creemos que "termina resultando" como el plan B en nuestra vida, siempre fue el plan A de Dios, su propósito original para nosotros.
Nuestros planes a menudo no reflejan los intereses de Dios, ya que están guiados por deseos personales. Sin embargo, él utiliza esos deseos para encaminarnos hacia el crecimiento. Dios desea que aprovechemos cada oportunidad para superarnos, haciendo el bien y perfeccionando tanto nuestras cualidades existentes como aquellas que aún no hemos desarrollado. Este proceso nos lleva a descubrir nuestra verdadera esencia: nuestra alma, aquello que Dios siempre tuvo en mente desde el principio.
Un plan está compuesto por etapas, y cada fase, por más pequeña que parezca, es esencial para completar el objetivo. Si alguna de estas no se lleva a cabo, el plan queda incompleto. Sin embargo, las etapas del plan divino no siempre nos agradan ni son cómodas, pero siempre son las que más nos convienen. A menudo no comprendemos cada paso; incluso, habrá momentos en los que el propósito de Dios parecerá carecer de sentido. Esto se refleja en las palabras de Jesús a Pedro cuando se dispone a lavarle los pies: "Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después" (Juan 13:7, Reina-Valera 1995).
Aunque no siempre veamos con claridad la plenitud del propósito divino, debemos confiar en que todo es parte de un plan perfecto. Así lo entendieron muchos de los grandes sabios de la Biblia, quienes tuvieron comienzos humildes que moldearon la base de su carácter. Por ejemplo, Moisés fue pastor del rebaño de su suegro; David vivió en cuevas; y Pedro era un pescador en Galilea. Estas experiencias iniciales, aunque simples, eran necesarias para desarrollar en ellos las virtudes que requerirían en misiones mayores.
En el caso de Moisés, cuidar del rebaño lo formó como un líder comprensivo, paciente, dedicado y servicial, pues debía cuidar de seres más débiles que él. Estas cualidades resultaron esenciales para guiar al pueblo de Israel. Por su parte, David, como pastor, aprendió a ser fuerte y valiente al enfrentarse a animales feroces para proteger a su rebaño. Esta preparación le permitió desafiar a Goliat con confianza, sabiendo que la fe y los triunfos anteriores fortalecían su espíritu para superar retos mayores. Dios utilizó estos procesos para moldear sus corazones y prepararlos para misiones trascendentales. Del mismo modo, en nuestra vida, los procesos no terminan hasta que aprendemos lo que Dios quiere enseñarnos. Él no desea que nos acomodemos, sino que nos perfeccionemos a través de las pruebas. Cada etapa, por incómoda que sea, es una herramienta divina que forja en nosotros el carácter necesario para cumplir propósitos más grandes.
Debemos aprender a ver cada proceso como una etapa de preparación para algo mayor. Al aceptarlo, dejamos de preocuparnos por cómo los demás nos perciben y comenzamos a reconocer nuestra verdadera identidad: aquella que Dios siempre ha visto en nosotros. Cuando vivimos con esa perspectiva, nuestra seguridad ya no depende de las opiniones ajenas, sino de lo que Dios afirma que somos. Esa verdad nos otorga una libertad profunda, pues sabemos que sus planes siempre buscan lo mejor para nuestra vida. Tal como Charles Spurgeon menciono: "la verdad debe penetrar en el alma (...) de lo contrario, carecerá de valor, (...) la verdad debe ser una fuerza viviente en nosotros, (...) si está en nosotros, no podremos en adelante apartarnos de ella". (2010, p. 334). Así comprendemos que el plan B —nuestra transformación a través de los procesos— siempre fue el plan A de Dios. Él nunca se limita a satisfacer deseos superficiales; su propósito desde el principio ha sido guiarnos hacia un crecimiento integral, material y espiritual, moldeándonos para cumplir plenamente con el destino que tenía preparado para nosotros.
Gloria a Jesús.
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Un café con Dios 2
SpiritualUn Café con Dios 2 - Relatos cortos para esos días fríos... En los momentos de incertidumbre, en esos días donde el frío no solo se siente en la piel, sino también en el alma, Un café con Dios 2 llega como un refugio de fe y esperanza. Este devocio...
