CAPITULO 38 DEVIL IN HER HEART II

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SHADIA

Frío. Sentía muchísimo frío.

Desperté y me di cuenta que una venda cubría mis ojos, sin embargo me sentía expuesta, vulnerable, cansada y sobre todo desnuda. Sí. Sabía que no tenía nada cubriendo mi cuerpo puesto que el frío se colaba por cada poro de mi piel al aire.

En ese momento estaba cegada por una maldita venda en los ojos y algo que pude sentir como una cuerda que me mantenía amarrados los brazos por encima de la cabeza mientras apenas podía rozar el suelo con mis pies descalzos.

El frio no cesaba en lo absoluto, iba cada vez más en aumento, tanto que parecía irreal. Además sentía un profundo miedo que salía desde los huesos.

— ¡Ayuda! ¿Dónde estoy? ¡Que alguien me ayude! Por favor... —sollocé utilizando las pocas fuerzas que tenía.

Me removí buscando algo cercano a lo que aferrarme pese al dolor que abrigaba en mis brazos. La voz me salió débil, como quien agoniza en su lecho de muerte. Me estaba apagando y en al parecer en completa soledad.

Luché una vez para buscar firmeza en mis pies, pero no hallaba nada más que el esfuerzo en vano, el escozor de la cuerda intensificándose en mis muñecas y los brazos emitiendo cosquilleos como una mala señal.

No sabía qué hacer; Si echarle el peso de mi cuerpo a los brazos por completo o hacer uso de un último esfuerzo por estirar las piernas y buscar que la planta del pie conectara de manera uniforme con el suelo. Los hombros me dolían y a pesar de que llevaba los ojos vendados, algo pesaba en mis parpados, algo mucho más que la simple tela apretujándolos y manteniéndolos cerrados.

—Ayuda...—la petición me salió más débil de lo que pensaba.

Lancé un grito de dolor cuando un calambre se instaló en mi pantorrilla al intentar estirar las piernas buscando alcanzar una mayor porción del suelo que me permitiese descansar por fin el cuerpo, restándole esfuerzo y dolor a mis brazos.

Sentí el crujir de una puerta al abrirse y el resto de mis sentidos se agudizaron. Unas pisadas fuertes sobre algo metálico venían acercándose.

—Así que despertaste... —Me asusté en el acto. Conocía esa voz. Claro que sí.

— ¿Qué quieres de mí? No te he hecho nada, Jareth. —Me atreví a acusarlo.

— ¡No digas mi nombre! —gritó.

— ¡Ahhh! —grité yo también al sentir una especie de cuero casi traspasándome la piel.

El maldito me agarró a latigazos en los muslos y en las nalgas. Yo me estremecí, grité, pataleé, pero de nada me sirvió porque parecía disfrutarlo mucho más.

Me ardía la piel y de paso el alma.

Dios mío ¿Qué iba a ser de mí?

Empecé a llorar sin parar por ya no podía contener más el cúmulo de sensaciones que me producía toda la situación, el miedo y la incertidumbre por saber cuál era mi destino en manos de ese imbécil.

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