Cuenta la leyenda que cada mil años nace una luna tan fuerte y salvaje que ningún alfa puede controlarla. Una auténtica líder que amenaza las costumbres patriarcales que han imperado en nuestros clanes generación tras generación. Una luna destinada...
Agucé el oido. La respiración de Tayen era suave y constante cuando me levanté de la silla junto a la puerta de su habitación. Recorrí nuestro vínculo con cuidado, asegurándome de que estuviera profundamente dormida antes de abandonar mi puesto con sigilo.
Erandi estaba sentada en el porche del motel, con la espalda apoyada contra la pared y los brazos cruzados. Alzó la vista en cuanto me vio.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó en voz baja, mirándome con sospecha.
—Necesito ocuparme de algo —respondí, frotándome la nuca con impaciencia—. Quédate cerca de Tayen por si se despierta y necesita algo.
Erandi entrecerró los ojos, estudiándome.
—¿Dónde vas?
—No es asunto tuyo —gruñí.
Su expresión se endureció, pero finalmente asintió.
—Como quieras.
—No hace falta que juegues a ser mi niñera, princesa —repliqué con un tono cortante antes de darme la vuelta y perderme en la noche.
Mi lobo estaba inquieto. Furioso.
Desde que Tayen había caído en las manos de Malcom, no había dejado de rugir dentro de mí, un aullido sordo de rabia y desesperación que me carcomía las entrañas. Habíamos estado a punto de perderla. Nuestra luna. Mi luna. Y eso era algo que no podía permitirme olvidar.
Caminé por las calles silenciosas de Eagle Bay, con la rabia ardiéndome bajo la piel como brasas encendidas. Mi mente volvía una y otra vez a las imágenes de Tayen con el torso desnudo y marcas de sangre seca en la piel, con un miedo en los ojos que no debería haber estado ahí jamás.
Mi culpa me estaba devorando.
Sabía lo que tenía que hacer. Lo que necesitaba. Algo que no me dejara olvidar, algo que me quemara tanto por fuera como lo hacía por dentro.
Me tomó más tiempo del que esperaba, pero finalmente encontré el lugar que buscaba.
Un garito de mala muerte, mugriento y medio en ruinas, apartado en las afueras del pueblo.
La puerta estaba entreabierta, dejando escapar el hedor a alcohol barato, sudor y desesperación. Dentro, el ambiente era opresivo. Hombres lobo borrachos se apoyaban contra la barra, algunos jugando a las cartas, otros simplemente bebiendo hasta olvidarse de su propia miseria.
Avancé con paso firme, ignorando las miradas pesadas que me lanzaban mientras me dirigía al hombre que limpiaba la barra con una tela mugrienta.
—Busco a Gunter.
El barman me miró con una ceja enarcada y luego señaló con la cabeza hacia una puerta en la parte trasera.
—Abajo.
Empujé la puerta y bajé por una escalera estrecha y chirriante hasta llegar a un sótano oscuro con un hedor aún más denso que el del bar. La habitación estaba desordenada, con estantes llenos de frascos de tintas, herramientas oxidadas y una camilla sucia en el centro.
Gunter estaba sentado en una banqueta, con un cigarro colgando de sus labios. Clavó su mirada surcada de arrugas en mí.
— Me han dicho que haces cadenas.
— No sabía que los lobos solitarios se encadenaban —musitó con voz rasposa.
No respondí a su provocación. Me limité a apretar la mandíbula.
—¿Haces cadenas o no? —pregunté con frialdad.
El viejo sonrió con dientes amarillentos y me hizo un gesto con la mano.
—Siéntate.
Me quité las botas y me subí la pernera izquierda del pantalón, revelando las secuencias de líneas tatuadas que subían desde mi tobillo hasta casi el gemelo.
Gunter chasqueó la lengua al verlas.
—Demasiados tormentos para un solo hombre... —murmuró, palpando la piel con dedos callosos—. ¿Cómo de grave será esta vez?
Le sostuve la mirada con determinación.
—Uno que no pueda olvidar.
El viejo asintió sin más preguntas y se levantó, comenzando a preparar su equipo. Se colocó los guantes y abrió un pequeño frasco con plata líquida.
El olor metálico me hizo arrugar la nariz.
La plata y la tinta negra se mezclaron en el frasco. Gunter mojó la punta del punzón y se giró hacia mí con una sonrisa perversa.
—Esto te va a doler.
—Lo sé.
No aparté la mirada cuando la aguja tocó mi piel.
El primer golpe fue un latigazo de fuego.
Mi lobo rugió, retorciéndose con rabia dentro de mí. La plata quemaba. Se deslizaba bajo mi piel como brasas ardientes, como si cada marca estuviera grabando mi culpa en carne viva.
Apreté los dientes con fuerza, sintiendo cómo mi respiración se volvía errática. Cada punzada era un recordatorio. Tayen, sola en esa habitación. Su mirada aterrada. La sangre en su piel.
Habíamos estado a punto de perderla.
Y yo... yo no la había protegido.
El dolor se volvió insoportable, pero era justo lo que quería. Necesitaba que ardiera, que se quedara conmigo, que no me permitiera olvidar nunca que había fallado.
Que no volvería a hacerlo jamás.
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