Capítulo 40 | Planes de boda

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Mireia

El sábado disfruté de la ciudad turca con mi prometido. Después de una semana y habiéndoselo contado a mi madre y a mis amigas, ya iba asimilando que, en efecto, me iba a casar. Nunca había pensado en el matrimonio como lo estaba haciendo entonces. Tenía una mezcla de ilusión y nerviosismo en el pecho. Parecía que todo era un sueño, que era demasiado perfecto para ser verdad.

Cuando estaba con Ciro antes de la pedida, nunca había pensado que lo nuestro pudiera llegar a ser tan real. Siempre nos veíamos a escondidas y ya había dado por hecho que algún día eso dejaría de ser suficiente, que llegaría un punto en que querría algo que él no iba a poder darme. Aunque luego supe que nuestro amor era más fuerte y que algún día podríamos tener una relación normal, el momento no había llegado aún. Exactamente por eso ni siquiera había pensado en casarme con él.

Y de repente, todo había cambiado. No sólo seguía con él, sino que ya no tendríamos que vernos en secreto y podríamos tenerlo todo juntos. Nos casaríamos, viviríamos juntos, caminaríamos de la mano en cualquier sitio y quizás hasta algún día tengamos hijos. Si anteriormente era feliz con él, ahora lo era diez veces más.

—¿Tienes idea de en qué parte de todo el hotel es la ceremonia? —le pregunté a Ciro mientras me recogía el pelo en un moño bajo y dejaba algunos mechones sueltos.

Habíamos comido y descansado luego de caminar por toda Antalya y acabábamos de darnos una ducha. Podía verlo a través del espejo del tocador vistiéndose detrás de mí. Pantalones negros de infarto y camisa blanca que le quedaba como un guante. Se me fue un poco una horquilla al verlo abrochársela con gracia y me pinché. Solté un improperio por lo bajo.

—¿Disfrutas de las vistas? —profirió en tono seductor y mirándome a través del espejo.

—No sé qué prefiero, si vestido o desnudo. Me cuesta decidir con ese traje... —musité provocándolo.

—Tienes suerte, porque podrás verme de las dos formas hoy.

Se aproximó antes de continuar la tarea y me besó el cuello. El albornoz que llevaba puesto me dio demasiado calor de repente. Sus manos me rodearon la cintura en busca del nudo, como si me hubiera leído la mente. Una alarma vibró encima del tocador avisándome de que tenía que empezar a vestirme o no llegaría a tiempo.

—¿Qué es eso?

—Nada. Vístete que me tienes que ayudar ahora —respondí y lo aparté antes de que el recogido se me despeinara.

Me puse en pie y di media vuelta para abrocharle los botones restantes. Luego, saqué el vestido y me lo coloqué. El raso magenta relucía bajo la luz. Me encantaba.

—¿Puedes? —Le señalé la cremallera que había justo detrás para que la subiese.

Volteé la cabeza para ver si me había oído y lo vi ya con la camisa dentro de los pantalones y con una corbata a medio atar en un tono muy parecido al de mi vestido. Su mirada me recorrió de arriba abajo, sin perder detalle. Se acercó hasta ponerse detrás de mí, sus nudillos acariciaron mi piel estremeciéndome y luego comenzó a subir poco a poco cerrando el vestido hasta que finalmente quedó ajustado a mi figura.

Antes de moverse, se inclinó y me besó la nuca.

Su respiración rozaba la piel de mi cuello y su mano, instalada en mi cintura, me aproximaba poco a poco hacia él. Cuando mi espalda estuvo contra su pecho, su otra mano buscó la mía y entrelazó nuestros dedos.

—¿Bailarás conmigo esta noche?

Quise quedarme en esa posición un rato más, pero acabé girando para poder terminar de prepararme.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora