Capítulo 18 | Rompehielos

85 2 10
                                    

Ciro

Sólo me había sentido tan impotente una vez en mi vida. Fue cuando mi abuela y yo estuvimos en la planta de cirugía del hospital y esperábamos que mi madre saliese con vida del quirófano.

No hacía ni una hora que estábamos preparando la cena mientras venían mis padres cuando llamaron a la puerta un par de policías y nos dieron la peor noticia de nuestra vida. Habían tenido un accidente de tráfico. Mi padre había muerto en el acto. Mi madre estaba muy grave y se la habían llevado en ambulancia.

Nos llevaron al hospital, donde nos informaron que su estado era muy crítico y que harían todo lo posible. Pero yo no quería que hicieran todo lo posible. Yo quería que hicieran hasta lo imposible por salvarla.

Mi abuela no había dejado de abrazarme mientras yo lloraba sin entender cómo podía estar tan feliz un segundo, sentado en la silla de la cocina picando algo antes de cenar, y al otro sentirme como si me hubiesen arrancado el corazón.

Fueron diez minutos. Diez minutos esperando noticias. Diez minutos que no voy a poder borrar de mi memoria nunca.

Las puertas de quirófano se abrieron y salió alguien para darnos el pésame. No habían podido salvarla. Mi abuela ya no sabía cómo abrazarme. Me apretaba tanto contra sí que creí que dejaría de respirar, aunque no me quejé. Pensé que era mejor dejar de hacerlo.

Respiré hondo y le di la vuelta a la tortilla. Me contuve para no soltar una palabrota. Joder. La mitad se me había quedado pegada por haber estado en las musarañas, pero es que no podía con ese sentimiento que me corroía por dentro.

Ver a Mireia en la orilla de la playa, donde apenas había medio metro de agua, y escucharla toser como si se estuviera ahogando en mitad del mar me había abierto el pecho. Desde lo que pasó en Villa Alfaro tenía un trauma con el agua. Lo noté en los Pirineos cuando hicimos el paseo en barco y también lo había notado el día anterior cuando había tirado de ella para que entrase en la piscina.

Le tenía pánico y, desde lo de la playa, no se acercó al agua nada más que para ducharse. Pasó toda la tarde del sábado distante y sin querer ir a ningún sitio. Por suerte, logré convencerla de cenar en la terraza. Preparé la mesa mientras ella miraba el horizonte y saqué la cena. Con el móvil puse algo de música a bajo volumen.

—Se me ha pegado, pero espero que esté rica —le susurré al oído cuando me acerqué a ella por la espalda y puse mis manos en su cintura.

No dijo nada y dejó caer la cabeza hacia atrás. Me pregunté qué estaría buscando en el mar.

Cenamos con el canto de los grillos como único sonido. La brisa era templada esa noche. Intenté hacerla reír, pero no funcionó. Llevaba toda la tarde como perdida y quería que hablara, aunque fuera para decirme que era gilipollas.

—Bueno, quizás quieres desahogarte hablando. No sé mucho de ti, apenas sé lo que haces cuando no estás estudiando.

—Porque no hago nada —contestó sin ganas.

—¿Te quedas en casa o vas donde alguna amiga? —seguí indagando.

—En casa. ¿Por?

Busqué su mirada y cuando la encontré fui directo.

—Vives sólo con tu madre, ¿no es así? —Asintió con cautela—. ¿Quieres hablar de ella?

Pareció relajarse cuando no pregunté por su padre, así que decidí quedarme en ese escalón y no subir. No sé cómo Mireia consiguió hacer que me ablandara, que me abriera en dos y le contara lo que más me dolía en el mundo entero. Tiene algo especial que me caló hondo; porque hasta entonces sólo lo sabía una persona, Nil.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora