Capítulo 2 | Una diana en la espalda

354 10 23
                                    

Nunca confíes en nadie, ni a la primera ni a la segunda, y a la tercera ándate con ojo. Eso había aprendido a mi corta edad. Veinticuatro años dan para más de lo que uno piensa. En aquel momento debatía conmigo misma mis posibilidades de salir indemne del aparcamiento. Me era imposible unir una palabra con otra. La situación conseguía superarme.

Ciro seguía insistiendo en que subiera al coche, pero lo que no sabía es que a mí no se me engaña tan fácil.

—Quiero ir con ella.

Señalé con la cabeza el coche en el que iba Sole.

—A ella no la están buscando, así que entra en el coche. —Volvió a empujarme, pero lo hacía como si fuera más una invitación que una obligación.

—¿Esperas que me vaya contigo sin más? —Me quité su mano de encima—. No te conozco de nada.

Ciro me volteó y sostuvo mi rostro con una mano.

—¿Cómo te llamas?

—Mireia. —Hubo un instante en que la voz me tembló.

Noté que su mirada se relajaba.

—Mireia, sé perfectamente lo que estás pensando, pero te prometo que conmigo no va a pasarte nada, ¿de acuerdo? —Su voz se convirtió en una melodía. «No va a pasarte nada». Una lágrima descendió por mi mejilla y él la atrapó enseguida—. Esto se arreglará y podrás volver a casa.

—¿Por qué debería fiarme de ti? —le espeté, sacando una pizca de valentía de lo más profundo de mi ser.

—Porque no tienes otra opción. Sube.

Su mano volvió a colocarse en mi espalda y no me quedó otra que resignarme a subir al coche con él. Si no lo hacía, me metería a la fuerza. A pesar de que intentaba ser amable, la firmeza en su tono no desaparecía.

No me había dado cuenta de que Sole ya se había marchado. Ciro cerró la puerta y vi que Nil nos observaba al volante de su Alfa Romeo verde esmeralda. Nosotros fuimos los siguientes en irnos.

Ciro condujo en un incómodo silencio por toda la ciudad hasta llegar a una urbanización cerca de la costa. Se metió en el garaje y aparcó fatal ocupando dos plazas vacías.

—Vamos, tengo que recoger unas cosas.

No era ninguna sugerencia. No iba a dejar que me quedara sola en el coche. La duda que mostré cuando vio que no me movía quedó suspendida en el aire después de que nuestras miradas volvieran a encontrarse. No era un tipo al que pudieras hacerle perder el tiempo con tonterías.

Subimos por el ascensor hasta la última planta. Giró las llaves y me dijo que pasara. Lo hice con cautela. Tenía miedo de que lo que me pudiera ocurrir, estaba aterrada. ¿Adónde iríamos? ¿Por qué Nil no había insistido más en llevarme consigo? Aquello podía considerarse un secuestro. No quería ir y, aunque me hubiese negado en rotundo, me habrían llevado a rastras, así que...

Cerró la puerta tras de sí y desapareció por el pasillo. Nada más cruzar el umbral había percibido un aroma a vainilla. Me aproximé al ventanal de la cocina. Supuse que era su piso: un ático a sesenta metros de altura desde el que podía verse el mar Mediterráneo. Tenía una distribución abierta con entrada, cocina y salón en una misma estancia. Los muebles eran en color oscuro.

No tardó en regresar con un macuto colgado al hombro. Sin pronunciar ni una palabra bajamos al garaje y nos subimos de nuevo en el coche. Llevábamos alrededor de veinte minutos conduciendo cuando no pude más con aquel mutismo.

—¿Adónde vamos?

—Haremos una parada en la casa de la madre de Nil para trazar un plan de huida. No te asustes, vive en un lugar apartado. —Asentí, no del todo conforme—. He pensado que lo mejor será desaparecer hasta que pueda arreglarlo todo.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora