Capítulo 26 | Las palabras y los besos

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Mireia

A pesar de que creía conocer a Séneca, cuando terminé de exponer el trabajo final delante del jurado, sentí que no me había parado a analizarlo como era debido. Aunque lo cierto es que aprobé con honores y, fuera como fuese, me convertí de forma definitiva en una graduada.

El viernes me desperté temprano. Ciro aún dormía. Estaba bocabajo abrazando la almohada cual koala, sin camiseta y con una pierna colgando fuera de la cama. Su espalda lucía tersa y en la claridad de la mañana se apreciaba el poco moreno que había cogido de nuestro viaje a Grecia.

Cuando llegué a la cocina me entró un cosquilleo en el corazón. Sonreí a la nada y busqué los ingredientes necesarios para hacer un bizcocho de manzana. A menudo, cuando me levantaba y mi madre ya estaba durmiendo me apetecía cocinar algo dulce.

Hacía tiempo que no lo hacía porque prefería que la casa estuviese en silencio y que nadie me molestase. Últimamente el insomnio de mi madre se había alargado y no dormía en toda la noche hasta que daban las nueve o las diez de la mañana.

Primero, eché un vistazo al móvil. La noche anterior, tras decirles a mis amigas por el grupo de WhatsApp que compartíamos que había aprobado el TFG, dijeron de salir de fiesta. El primer motivo era celebrar la finalización de mis estudios y el segundo, la víspera de San Juan. Ningún año nos perdíamos la fiesta del 23 de junio, pero ese sería distinto.

Lo siento, chicas, pero no voy a poder acompañaros. Me encuentro regular, creo que es el virus de la barriga. Pasadlo bien y bailad por mí. ❤

Ya no sabía qué justificación inventarme para negarme. Al principio sabían que era por lo que había pasado con Nil, pero después regresé a mi vida normal. Salía a cenar y nos íbamos de fiesta. Últimamente apenas las había visto y me daba reparo tener que ponerles mil excusas para no hacer algo que siempre hacíamos.

Bloqueé el móvil y lo dejé sobre la encimera. No eran ni las ocho cuando empecé a mezclar la mantequilla y los huevos. Por suerte, había encontrado levadura química en el armario. Ciro siempre tenía de todo. Eché la harina, el azúcar y un poco de sal. Lo batí fuerte. Busqué en la vajilla un molde para hornear. Pelé un par de manzanas, las corté en láminas y las dispuse sobre la masa.

La cálida mano de Ciro me rodeó la cintura mientras terminaba el bizcocho. No lo había oído llegar y me sobresalté un poco. Me dio los buenos días con un beso en la frente.

—Podría acostumbrarme a esto —le dije sonriendo, puse el último trozo de manzana y alcé la vista hacia él.

—Yo ya lo he hecho —expresó con la voz tierna. Alargó la mano hasta mi mejilla y me limpió un poco de harina—. ¿Has desayunado?

—Aún no.

Preparó dos cafés con leche y varias tostadas. Metí la bandeja al horno sin olvidarme de poner en marcha el temporizador. Quería que saliera en su punto. Desayunamos juntos en la barra. Intenté morderme la lengua, pero me sentía tan cercana a él que no pude evitar preguntarle:

—¿Viviste con tu abuela?

Ciro asintió.

—Cinco años. Luego falleció. —Su semblante se volvió melancólico—. Fue una época complicada. Después de la muerte de mis padres, tomé un mal camino. Yo era lo único que ella tenía y sólo le di problemas.

Me levanté para abrazarlo. Él permaneció sin moverse de su sitio. Con la cara pegada a su espalda, le susurré:

—Hiciste lo que pudiste, Ciro. No te mortifiques.

—Pues lo hago todos los días. —Se desinfló poco a poco, hasta que tuvo que coger aire de nuevo—. Se llamaba Vega. Era especial, ¿sabes? Tendrías que haberla conocido. No sólo por sus recetas, sino por su bondad. Siempre fue un trozo de pan.

Sonreí al ver que su ánimo regresaba. Me senté a su lado y estuve escuchándolo durante media hora.

—Vivíamos en un piso en Badalona. Aún lo conservo, pero todo está lleno de recuerdos. Mi abuela y yo no movimos ni una foto. Sólo voy allí tres veces al año. En el aniversario de bodas de mis padres, el día que murieron y el día que mi abuela se fue. Quisiera que vinieras conmigo un día. —Buscó mi mano y la envolvió entre la suya—. ¿Querrías venir?

—Me encantaría.

Le acaricié la mejilla con el pulgar.

—He pensado en lo que hablamos sobre nuestra relación —empecé a decirle.

Esos días que había estado con él había estado cavilando sobre lo que quería y sobre lo que me hacía feliz y había llegado a una conclusión. Ciro pareció perder todos los sentimientos de nostalgia en un santiamén, sacando a relucir otros más inquietantes. Seguí acariciándole el contorno de su rostro, allá donde el cabello le nacía.

—Confío en que algún día podamos tener una relación sin tener que escondernos de nadie. Sé que nos ha pillado en una época difícil y me precipité al creer que duraría eternamente. No hay nadie más con quien quiera compartirlo todo. Has visto mi miedo, mi dolor, mi rabia... e incluso así te has quedado a mi lado. Has cogido todo lo que sentía y lo has abrazado. Has tenido mi amor entre tus manos y lo conservas como oro en paño.

»Aunque me preocupa el peligro, el mundo en el que te mueves y todo lo que traes con ello, sé que no dejarás que eso llegue hasta mí. Confío en ti. Creo en ti, y sé que no harás que me arrepienta de haberme quedado.

Ciro me escuchó atentamente y no perdí detalle de cuando sus ojos se volvieron más cristalinos. Sentí que, si me acercaba todavía más a él, podría ver su alma desnuda. Una vez lo solté todo torció la boca en una media sonrisa que contorsionaba todo su rostro. Lo miré con ganas de besarlo.

—Jamás dejaré que te hagan daño. Eso nunca lo olvides. —Me envolvió la mano con la que lo acariciaba, dándole calor—. Te protegeré con mi vida. Porque te quiero, porque podré tener una millonada en el banco, pero sin ti, Mireia, no tengo nada. Te quiero —repitió.

Desvió la mirada al suelo. Busqué sus ojos. Estaba parpadeando.

—Ciro...

Volvió a mirarme, había reprimido unas lágrimas.

—Nil me dijo que si no era libre no era nada. Y tenía razón. —Escuchar el nombre de Nil me hizo querer detenerme a pensar, pero lo dejé como nota mental para otro momento—. He vivido los últimos años retraído en mi trabajo, sin sentir nada, hermético ante cualquier relación más allá de la amistad. Y cuando te conocí, tú derrumbaste ese muro, me ablandaste como nadie lo había hecho. Sé que una relación entre cuatro paredes, en secreto y con miedo a que nos descubran no es digno. Te prometo, Mireia, que algún día temprano vamos a ser libres de verdad.

Mi mirada se enterneció al oírlo. El enérgico tictac de mi pecho me recordaba que no estaba soñando.

—Caminaremos de la mano por el paseo marítimo los domingos e iremos a cenar con nuestros amigos sin que tengamos miedo de estar juntos. Te doy mi palabra. Y si no la cumplo..., haré cualquier cosa con tal de que tengas la vida que deseas, con tal de que vuelvas a ser feliz.

Me mordí el labio, queriendo salir ahí afuera y proclamar a los siete vientos que él era el hombre al que amaba, que en sólo unos meses se había convertido en la persona más especial de mi vida, que él era el que besaba mis heridas, al que no tenía que pedirle que me abrazara cuando lo necesitaba, al que con una mirada le bastaba para verme el alma.

Ladeé la cabeza sin dejar de sonreír.

—No hay suficientes palabras para decirte lo que siento por ti.

—Bésame y dímelo de cuantas formas quieras.

No vacilé ni un instante antes de abalanzarme y llenarlo de besos. Luego, me cogió en peso hasta el sillón. Me acurrucó como a un bebé. Cogió mi rostro con una mano y me besó. Le rodeé el cuello con los brazos e imprimimos millones de emociones y sentimientos en un gesto que hoy en día parece tan cotidiano. Pero en realidad un beso basta para decirlo todo.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora