Capítulo 75 | La balanza del bien y del mal

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Mireia

En una relación, ambas partes tienen que aportar y, si una falla, el vínculo se fractura. Ciro y yo éramos como las dos puntas de una cuerda. Estábamos unidos por las fibras, pero podían alejarnos extendiendo el cordón, soltando los nudos que nos mantenían enlazados y haciendo que ambos extremos ni siquiera parecieran de una misma cuerda.

A menudo, sentía que Nil era el cuchillo que amenazaba con cortar esa cuerda. No obstante, desde que supe que mi padre había intentado mediar antes de que la boda se produjese para que nos separáramos, Nil había sido mi menor preocupación.

Llevaba semanas sin descansar bien. Últimamente apenas duraba dos horas seguidas en la cama, me desvelaba con pesadillas y terminaba durmiendo a trompicones. Si lo intentaba a lo largo del día era peor porque las noches se hacían interminables.

Ciro había sido mi único testigo, pues había vivido de primera mano mis ojeras diarias y mis mil vueltas en mi lado del colchón. Sin embargo, mi madre no sabía nada. Para empezar porque no sabía cómo decírselo.

—Prueba a volver al psicólogo.

Negué con la cabeza.

—Vas a enfermar si no pones remedio. No tendría que habértelo contado. Sé lo delicado que es el tema con él y...

—No lo digas. No te eches la culpa. Él me abandonó, me hizo pedazos el corazón con su partida y, por si no era suficiente, iba a intentar separarme de la única persona que me había sacado del agujero en el que estaba sumida.

Tras esa conversación y su ayuda cuando me desvelaba envuelta en un llanto conseguí dormir algo más, pero la lucha contra mis demonios seguía dentro y la asfixia que me abrazaba la garganta se hacía mayor con cada día que pasaba sin saber cuál sería su próximo paso.

¿Vendría a por mí o a por Ciro? ¿Nos dejaría en paz ahora que no puede romper el matrimonio? No lo creía. ¿Querría... matarlo?

Una noche tuve una pesadilla en la que mi padre aparecía en la granja cuando Ciro salía de ella y le disparaba en el pecho. Haber visto a Ciro herido de bala no ayudaba para olvidarlo, es más, lo hacía incluso más real. La sangre, el sudor, su rostro desfigurado por el dolor y sus ojos que parecían apagarse poco a poco en la inconsciencia.

Por suerte, verlo a mi lado cada mañana, sano y salvo, me calmaba y podía respirar de nuevo.

El lunes 9 de octubre se cumplieron diez años de la muerte de su abuela. Después de pasar por el cementerio a dejar unas flores fuimos al piso de sus padres en Badalona. Era la primera vez que iba y estaba nerviosa. Un poco más de lo habitual esos días, pero me encontraba bien.

Ciro tampoco se quedaba atrás. Después de diez años, aquel lugar lleno de recuerdos lograba conmoverlo a un nivel sobrehumano.

Le di la mano cuando estuvimos frente a un viejo edificio con la fachada desconchada por el paso de los años. Giró la llave en el portón de hierro y pasamos al rellano principal. Subimos al primer piso por las escaleras y nos detuvimos en una puerta de madera oscura de hacía cuarenta años. Entramos conteniendo el aire sin darnos cuenta.

La primera impresión que me dio fue el ambiente a cerrado, viciado y antiguo. Aunque todo estaba ordenado, había polvo en los muebles y la falta de ventilación hacía que los pulmones se cerrasen. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí.

Estuve segura de que eso mezclado con las emociones melancólicas provocaban ansiedad. Yo estaba cerca de sentirla al verlo coger un portafotos de ellos cuatro. Su abuela era una mujer preciosa, tenía el cabello rubio, corto y ondulado, hoyuelos en los mofletes y una sonrisa contagiosa. Tendría unos cincuenta años. Sostenía a un pequeño Ciro de apenas un año entre sus brazos. Sus padres estaban detrás y se los veía tan felices.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora