Capítulo 3 | Prejuicios

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Me desperté horas después. No recordaba lo que había pasado justo antes de quedarme dormida. No sabía muy bien dónde estaba ni por qué. No reconocí la habitación que me rodeaba y me asusté. Me llevó un tiempo recordar que había huido de la fiesta y había terminado en un lío gordo. Ciro me había drogado.

A pesar de que los efectos del sedante casi habían desaparecido, cuando me incorporé en la cama sentí náuseas. Me mareé al levantarme tan deprisa y todo se me nubló. Juraría haber visto el cuarto de baño. La visión me volvió justo a tiempo para dar con el inodoro y devolver. Sentí más arcadas y prácticamente eché lo poco que tenía en el estómago.

Alguien llegó corriendo y pasó sin más. Al levantar la cabeza, advertí a Ciro queriendo recogerme el pelo. No dejé que me tocara. Se apartó con retardo, pero lo hizo.

—¿Estás bien?

Me lo quedé mirando.

—¿De verdad preguntas si estoy bien después de una psicópata haya intentado ahogarme y un criminal me haya drogado? —pregunté de forma retórica e hice bastante hincapié en la palabra «criminal», para que se notase—. No. No estoy bien.

—Siento que estés pasando por esto.

Sonaba sincero. Quizás eso fue lo que me quebró...

—Me prometiste que no me pasaría nada —pronuncié en un hilo de voz. Las lágrimas se agolparon en mis párpados—. Estaba muy bien hasta que habéis aparecido. Esto es culpa vuestra... —Se me quebró la voz y empecé a sollozar.

—Lo sé... —susurró, pero no podía seguir escuchándolo y lo interrumpí en seco.

—¡Me habéis secuestrado! —le reproché con toda la rabia del mundo—. Quiero volver a casa.

—No puedes volver y, para que quede claro, las puertas y ventanas de esta casa están cerradas con llave. No saldrás a menos que yo lo permita. Lo siento, pero es lo que te has buscado.

—¿Lo que me he buscado? —grité, escéptica—. Perdón por querer priorizar mi vida ante la vuestra.

—Olvidas que esto es precisamente por tu vida, te estamos protegiendo.

Negué de manera inmediata. Si protegerme implicaba drogarme, lo siento, pero no iba a tragármelo. Me moví bruscamente y las náuseas regresaron por un instante. Tuve un par de arcadas, sin embargo, lo único que provocaron fue que los ácidos me quemaran el esófago.

Cuando me recuperé, Ciro intentó levantarme y, aunque me opuse en rotundo, se salió con la suya. No estaba en mis cabales. Aún no. Pasó su brazo por mi espalda y me pegó hacia él para que no me cayera.

—No has comido nada desde anoche.

Se preocupó por mí. ¿Por qué se preocupaba por mí?

—¿Qué hora es?

—Pasado el mediodía. Te prepararé una sopa para que entres en calor —dijo con un toque de dulzura—. He puesto la calefacción, pero la casa aún está fría.

Llegamos a la cocina. Era pequeñita, apenas tenía un fregadero, vitrocerámica, microondas y frigorífico. Había una mesa para dos. Me senté en una de las sillas. De nuevo, la sala era abierta al salón y desde la cristalera podía verse a lo lejos un lago entre montañas. El paisaje era realmente hermoso.

Ciro sacó un sobre y lo echó en agua.

—No estará tan rica, pero no tengo mucho más de comer. Si te encuentras mejor, esta tarde podemos ir al supermercado del pueblo.

Lo miré como si tuviera monos en la cara. Me secuestraba y ahora íbamos a comprar juntos. No tenía ningún sentido.

Al poco, la sopa estuvo lista y la sirvió en un cuenco. Él se quedó de pie mientras comía. Supuse que me estaba observando. No quise levantar la vista, pero sentía el peso de su mirada. Me la terminé enseguida y comencé a sentirme mejor, la verdad es que necesitaba comer algo. Ciro recogió el recipiente y lo dejó en el fregadero.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora