Capítulo 71 | Promesas de barro

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Nil

La razón se compone de verdades que hay que decir y verdades que hay que callar. Eso solía decirme mi padre, aunque su autor en realidad fue Antoine de Rivarol, un escrito francés al que seguramente Mireia le encantaría leer por el solo motivo de que lo llegaron a llamar el Tácito de la Revolución.

Una hora después de que se hubiera marchado al dormitorio, me incorporé en la alfombra con aquel vacío en el pecho que había estado sintiendo tiempo atrás. Esa noche Mireia había prendido fuego a mi corazón y no había podido evitar la vorágine de sentimientos que había retenido durante todo el día.

Abrazarla la noche anterior me había hecho sentir pleno otra vez. Ella conseguía recomponerme con sólo acercarse a mí, ni siquiera necesitaba tocarme para que me abordara esa sensación de consuelo y bienestar. Quizás eso es lo que más me asustaba, que no lo necesitaba, que le era fácil acceder a mi yo más recóndito.

Mi cabeza había dado mil vueltas en esos sesenta minutos. Nos habíamos entregado el uno al otro y tenía la enorme impresión de que la había cagado al meter a Ciro en la conversación. Pero era la puta verdad. Yo no era nadie. Ella jamás vería en mí lo que veía en él. Y, joder, claro que me dolía.

Me puse la ropa y entré al dormitorio, dejando encendida la lucecita del salón para contemplarla dormir. Me tumbé en mi lado de la cama todo lo silencioso que pude, no obstante, enseguida advertí que Mireia se giraba para verme. Se volteó hasta quedar mirándome. Me tapé con la colcha sin romper el contacto visual.

—No has dicho nada —masculló bajando la mirada hasta casi cerrar los ojos.

Me pregunté por qué no estaba durmiendo todavía, si acaso no había podido conciliar el sueño.

—¿De qué? —inquirí.

—Quería que me prometieras que lo que ha pasado esta noche no nos separaría, que estaríamos los tres juntos pasara lo que pasara. Y no has dicho nada. No podré soportar perder a Ciro o perderte a ti...

Él siempre estaría por delante. Siempre lo elegiría a él. Tragué saliva, recordándome que eso ya lo sabía. No era ninguna novedad. Se había casado con él y yo no había podido impedírselo, yo no había sido suficiente.

Entonces estaba ella diciéndome que no soportaría perderme.

Alargué una mano y acaricié su mejilla en la penumbra.

—Te lo prometo —mentí y desvié la vista hacia sus labios.

Rocé la comisura de su boca, pero aparté la mano y me alejé un poco. Un momento después, ella se dio la vuelta. Casi sin pensarlo, me acerqué a su espalda y la abracé. Sin embargo, esa vez sentí que, en vez de abrazarla, estaba traicionándola.

A la mañana siguiente, los dos amanecimos en la misma posición. Mi brazo mantenía su espalda pegada a mi pecho. Su pelo se extendía por la almohada, rozaba mi cara y podía olerlo. Su esencia me envolvía.

Antes de que se despertara, me separé de ella con cuidado y fui a preparar el desayuno. Dejé la leche calentando y salí a fumarme un cigarro. La angustia de pensar que al levantarse esa mañana me rechazara no me abandonaba. Nunca había sentido eso con una mujer.

Cuando volví dentro, Mireia había apartado la leche y estaba poniendo unas rebanadas de pan de molde en la sartén para dorarlas un poco.

—Buenos días —me saludó, algo escueta.

—Hola —dije yo. Contuve mis ganas de rogarle que dijera más, que me hablara de lo que había pasado entre los dos, lo que fuera.

Le dio la vuelta al pan.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora