Capítulo 32 | Excursión al río

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Mireia

Había escuchado de gente que decía que la mejor forma de luchar contra un miedo era enfrentándose a él. En ocasiones podría funcionar, en otras era inviable. Esa mañana aún no sabía dónde estaba el límite entre el miedo y el valor. Habían pasado dos días y las cosas con Nil se habían vuelto tranquilas.

El primer día después de nuestra llegada, tal como dijo, fue al supermercado. Se llevó la lista con todas las cosas que necesitaba. Planeaba cocinar y ni en broma iba a seguir su dieta de latas de conserva. Cuando llegó lo ayudé a sacar todo de las bolsas y a colocarlo. Saqué un bote de nata para postres y lo miré con el ceño fruncido.

—¿Qué es esto?

—Lo que me dijiste. Nata.

—No, te puse nata para cocinar. Creo que estaba claro.

Estrechó los ojos.

—Nata es nata.

—Hay una nata para cocinar que viene en tetrabriks y es para los espaguetis a la carbonara, para hacer salsas en general. Como se nota que tú el súper lo pisas para lo justo.

—¿Tú qué te crees que he ido al centro comercial? He pasado por el pueblo y ya. Además, sólo vamos a estar una semana, no necesitas tantas pijadas.

—¡Los espaguetis no son pijadas! Yo no como comida en lata. Cocino.

—¿También te pones así con Ciro? —preguntó retórico. Bufé—. Ah, no, que él sí cocina.

Fruncí el ceño mientras lo miraba un poco estupefacta.

—Eres idiota. —Seguí colocando el resto de las cosas, que por suerte había comprado medianamente bien—. Ciro me deja acompañarlo.

—Bueno, si no te gusta, yo me la comeré. No te alteres...

Pasé de él. Y así continuamos haciendo mutuamente, hablando lo estrictamente necesario para preparar la mesa, comer, usar el baño y poco más. Nil me desconcertaba. Podía ser un pesado o ignorarme como si nada.

Por las mañanas desayunaba fuera con la melodía de la brisa mejiendo las copas de los pinos, luego paseaba por los alrededores sin alejarme mucho. Respirar el olor a pino era muy agradable. La naturaleza en sí era maravillosa. En uno de mis paseos, había descubierto que detrás de la cabaña había maceteros hechos de troncos de pino y contenían flores en color celeste que Nil parecía cuidar, aunque se veían un poco abandonadas.

En las tardes me dedicaba a llamar a Sole o a buscar bichitos que observar para pasar el tiempo. Y cociné mucho. Cocinar me relajaba. Aunque no era gran cosa lo que tenía por cocina, para mí sola me bastó.

Esa mañana estaba todavía durmiendo cuando Nil hizo sonar música rock en el salón. Me desperté y lo vislumbré bajo algunas lagañas con cara de pocos amigos. Apenas me dio para verlo bailar en la cocina y volví a cerrar los ojos.

—¿Qué mierda haces a estas horas? —grité restregándome los ojos—. No serán ni las ocho.

—Nos vamos de excursión.

Cuando me hube acostumbrado a la luz, lo vi meneándose mientras preparaba unos bocadillos. Los metió en la mochila junto a un par de botellas de agua. Siguió añadiendo cosas.

—¡Venga! Adonde vamos queda a una hora de aquí y ya son las nueve y media. Aún tienes que vestirte y todo. Venga, que luego hará calor...

—No quiero ir.

—¿Vas a estar aquí aburrida todo el día? Mueve el culo o te levantaré yo mismo.

Resoplé cansada. En la madrugada me había desvelado con una pesadilla y no había podido dormirme hasta las cinco. Tenía sueño.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora