Capítulo 7 | Aguas movedizas

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La mañana fue espectacular. Me preguntó acerca de lo que estudiaba y le conté prácticamente todos mis años de carrera universitaria. Estaba en el que esperaba que fuese mi último año, realizando las asignaturas que me quedaban para terminar. Me había llevado casi siete años poder llegar hasta donde me encontraba. No porque fuese una carrera difícil, sino porque había tenido que llevarlo todo para adelante yo sola.

—Mi madre... Bueno, es un tema delicado. No está bien y dejó de trabajar allá por 2015 —le narré por encima, la verdad es que no quería hablar de ella. Esos días me había sentido como antes, sin responsabilidades, sin tener que trabajar después de clases para tener un plato de comida caliente en la mesa—. Yo estaba en el instituto y no podía trabajar si quería sacar buena nota, así que tiramos de ahorros. No eran demasiados, así que cuando terminé me puse a trabajar mientras estudiaba en la universidad.

Lo cierto: mi madre no dejó de trabajar, la echaron.

Recordarlo me entristeció, esa felicidad se esfumó y me volví a sentir asfixiada. Esa sensación pasó de ser psicológica a ser física. «¿Puede pasar algo así?», me pregunté. Cerré la boca, intentando mantener el aire dentro de los pulmones. Quise respirar con calma y recuperarme, no obstante, la presión se hacía cada vez mayor.

—Mireia, ¿estás bien? —insistió Ciro analizando mi rostro y quedándose fijo en mis ojos entrecerrados.

El meneo del barco no hacía nada bueno porque terminé por marearme. Todo se me nubló por unos instantes. Pude volver a respirar una vez cerré los ojos, pero me costó recomponerme del mareo. El estómago se me había revuelto.

—Tranquilo, sólo me he mareado.

—Lo siento, no sabía que te mareabas en los barcos.

—No es eso. No me mareo. Es... —Dejé escapar un profundo suspiro—. Es todo.

Me eché a llorar. Después me sentí patética, pero en ese momento juro que me sentí la persona más liberada del planeta. Me quité la carga de los hombros y me permití dejarla a un lado. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que sabía que terminaría explotando. Aunque deseaba que hubiese sucedido cuando estuviese sola, la conexión que tenía con Ciro había derivado en aquella laguna de lágrimas.

Él no se lo pensó ni un segundo para abrazarme.

—Tu vida no ha sido nada fácil —expuso al cabo de un rato. No pude ver la expresión de su rostro porque seguía pegada a su pecho, pero por el tono supe que detrás de esas palabras había algo más. Lo siguiente que dijo me lo confirmó—: Y te entiendo porque la mía tampoco lo fue.

Continuó acariciándome el pelo. Me gustó que supiese de lo que hablaba, que me entendiese, porque dejé de sentirme sola.

—¿Por eso eres narcotraficante? —dije sin pensar.

—Es una larga historia —pronunció tensando la mandíbula. Advertí que o no me quería hacer cómplice o aquella pregunta lo había incomodado de alguna manera.

—Tranquilo, no quiero saberlo.

Me aparté de él y me coloqué el pelo detrás de las orejas.

Miré al horizonte queriendo perderme. Fui hasta la barandilla y me apoyé en ella. La brisa hondeaba mi cabello mientras el sol de la tarde caía. Me había costado creerme que él pudiera ser amable e incluso cariñoso siendo quien era, sin embargo, ahora una parte de mí tenía la esperanza de que bajo toda esa capa superficial había una historia que lo explicaba todo, aunque eso no lo justificaría jamás.

—Ni deberías saber nada acerca de nosotros —articuló al cabo de un rato con la voz más grave y áspera. Se colocó a mi lado—. Mira, Mireia, puede que me haya puesto sentimental y haya contado más de la cuenta, pero lo que has visto y oído no puedes contárselo a nadie. Ni siquiera a tu mejor amiga.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora