Capítulo 48 | Locuras

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Mireia

Incluso antes de abrir los ojos noté la vieja experiencia de la resaca. El dolor de cabeza aumentó. Brim, brim. Estaba un poco acalorada y es que tenía la sábana ligeramente echada por encima. Me destapé, todavía medio adormilada, e inmediatamente sentí una aliviadora brisa en la piel. Di media vuelta, pero los rayos del sol me molestaron.

Eso consiguió espabilarme un poco. El sonido que me taladraba los oídos seguía. Brim, brim. Era la vibración de un móvil. No fue el aroma de una casa que apenas conocía, sino el murmullo del ventilador el que me hizo saber que no estaba en el ático ni en casa de ninguna de mis amigas. Abrí los ojos y escruté mi alrededor. No conocía nada, aunque tenía un vago recuerdo de haber estado allí la noche anterior.

Entonces, reparé en que no llevaba puesta mi camiseta. Lo siguiente fue ser consciente de que estaba en una cama doble y que había alguien durmiendo al otro lado. Alguien a quien ya conocía, pero con quien no debería haber despertado.

Nil estaba bocarriba en ropa interior. Con los ojos cerrados, tanteó la mesilla en busca de su móvil. Todavía sonaba cuando atinó a cogerlo. Atisbé que en la pantalla ponía el nombre de Ciro. Ahí comencé a respirar de forma irregular.

—¿Diga? —contestó Nil con la voz ronca.

—¡Llevo llamándote desde las seis, joder! —vociferó histérico al otro lado de la línea—. Mireia no está aquí y no me coge el maldito teléfono. ¿Dónde la dejaste? He llamado a Sole y me ha dicho que no estaba con ella.

Nil se giró a verme unos segundos mientras la voz de Ciro seguía despotricando por el altavoz del móvil.

—Me pidió que la dejara en su piso.

—Joder, Nil... —murmuró calmándose—. Tendrías que habérmelo dicho.

—Mierda, no caí en eso —se disculpó soltando una bocanada de aire—. Se le apagó el teléfono. Le dije que lo pusiera a cargar, pero se ve que no lo hizo.

—Joder. Menudo susto.

—Tranquilo. Si hubiera pasado algo te lo hubiera dicho.

—Lo sé, puf... Iré a por ella.

Se despidieron y por fin Nil colgó. Procuré respirar hondo, calmarme, pero fue tarea imposible. Nil tiró el móvil sobre la cama y se volvió a tumbar. Entonces, me di cuenta de que la escena no podía ser más inverosímil.

Se me subieron los colores al notar que, durante la noche o vete a saber cuándo, mi falda se había subido escandalosamente y dejaba al descubierto todos mis muslos. Me levanté de un salto y me la acomodé, deseando no acordarme del beso que nos dimos Nil y yo al salir de la discoteca.

¿Pasaría algo más después? ¿Por qué estaba en su casa? Joder... No conseguía recordar lo que había ocurrido desde ese momento. Todo era un borrón en mi memoria, el cual en ese instante empezó a llenar mi visión. La despedida de soltera, Nil, el beso, su casa. El mareo me aturdió tanto que tropecé con la mesita de noche y tiré abajo la lampara.

Nil se levantó de un salto, yo no pude alcanzar a verlo llegar a mí. Todo era negro a pesar de tener los ojos abiertos y ni siquiera sabía si me había caído y me encontraba en el suelo. Entre la resaca, el mareo y la ansiedad, estaba fatal.

—¡Mireia! —gritó al ver que no me movía.

Al permanecer quieta mi vista se fue aclarando. Estaba tendida en el suelo entre la cama y la ventana. Me ayudó a incorporarme. Poco a poco volví a la normalidad y las náuseas provocadas por el mareo se disiparon. Me zafé de su agarre para levantarme.

—Espera.

Cuando estuve bien, agarré la mano que me tendía y me puse en pie. Me sostuve la cabeza, que me dolía horrores.

—¿Te has hecho daño?

—Me he mareado.

—Siéntate, ven. Bebiste demasiado.

Me senté sobre la cama y él ocupó un sitio a mi lado, todavía sin soltarme la mano. Respiré hondo, pero esa sensación de angustia no desaparecía. Aflojé su agarre y recuperé mi palma.

—Joder, Nil. ¿Qué paso anoche? Sé que nos besamos.

—Me besaste —puntualizó.

Rememoré ese matiz y supe que era cierto. Le había besado. Ni siquiera logré saber por qué esa mañana. Lo que sentía era furia.

—¡Estaba borracha, joder! ¿Por qué no me detuviste?

—Porque pensé que no ibas tan borracha. Luego cuando te descojonaste de la risa y te pusiste a cantar como una pirada me di cuenta.

Un ardor me quemó por dentro. Me levanté de golpe y lo encaré desde lo alto.

—¿Qué hacías allí? —chillé. Como no respondía, lo empujé—. Te he hecho una pregunta, Nil. ¿Qué hacías en mi despedida?

Él me sostuvo la mirada, considerando su respuesta.

—Fui a recogerte. Y, mira por dónde, pensaba que no bebías alcohol.

—Eso no es asunto tuyo.

Cerró el pico.

—¿Qué más pasó? —proseguí con el interrogatorio—. ¿Por qué no me llevaste al ático?

—Porque tenías todo el pintalabios corrido y te dormiste en el coche. No podía llevarte así, ¿vale? —se defendió—. No pasó nada más. Te lo juro. Dormimos y ya está.

—Mentira, Nil. ¡Mentira! —le reclamé enfurecida señalando la camiseta. Alcancé a leer la palabra «sexo» y me dio miedo saber si pasó algo más que el beso que recordaba. La impotencia me superaba.

—Nada, te lo juro. Sólo te cambiaste de camiseta porque te habías manchado de vómito.

—Esto es el colmo... ¡Acabas de mentirle a Ciro delante de mí!

—¿Y qué quieres que haga? ¡¿Le digo que me besaste y que te traje a mi puta casa?! —chilló fuera de sí levantándose de la cama—. ¡Mireia, asume tus actos! Sabes tanto como yo lo que pasa entre nosotros. Deja de engañarte. Sé que estás enamorada de él, que te vas a casar y no voy a impedírtelo, pero admite de una vez que también sientes algo por mí. Si no sintieses nada, no me hubieses besado.

—Cállate, Nil. No te refugies en lo que pasó anoche. No estaba en condiciones.

—Por eso mismo.

Los dos nos miramos embravecidos durante unos instantes. Fue él quien rompió el silencio.

—Ve a tu piso. Ciro iba a buscarte.

Solté el aire contenido, cogí mi bolso y me encaminé hacia la puerta.

—Espera, dame la camiseta. Si Ciro la ve... —No terminó la frase.

Me metí en el baño y me puse de nuevo el top. Olía a vómito. Empecé a pensar en que tenía que salir de su casa, coger el metro y llegar a mi casa antes de que Ciro sortease el tráfico hasta mi barrio. Podría llegar antes que yo. No podía aparecer así en el ático ni ducharme porque no tenía ropa. Muy a mi pesar tuve que pedirle a Nil que me llevara a casa para estar allí antes que Ciro o toda su mentira se vendría abajo.

A eso de las siete de la mañana me dejó, como le pedí, con la moto en la calle de detrás. Miré que no hubiera nadie y entré corriendo al portal. A los quince minutos de ducharme, escuché el pito del portero. Era él. Le abrí y mientras subía intenté olvidarme de la locura que había pasado en la madrugada. No volvería a beber alcohol nunca más.

Y yo que pensé que nada podría torcerse en una noche como esa.

Qué equivocada estaba.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora