Capítulo 42 | Noches de viejos recuerdos

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Mireia

Juré que no lloraría. Me había sentido acorralada, intimidada y vulnerable. Para Nil esa línea que separaba lo correcto de lo dañino era borrosa. Sentí que no había servido de nada todo lo que vivimos en la cabaña, que contarle mi pasado y abrirme delante de él no había significado absolutamente nada para él.

Me sentí ridícula, patética, débil, rota.

Encima estaba borracho. Había venido a buscarme ebrio, ¿para qué? Para seguir haciéndome daño. Porque así era. Nadie se había dado cuenta, ni siquiera yo, pero Nil no hacía más que molestarme, provocarme, pincharme hasta que dolía. No era gracioso, no era nada que pudiera tolerar por más tiempo. Mi paciencia había llegado a su fin. Ya no podría soportarlo más.

A la mínima iba a explotar y lo peor era que toda esa mierda salpicase a Ciro.

Parecía mentira que fuesen mejores amigos, que se quisiesen como hermanos y se apoyasen hasta en la locura más desatinada. Me ardía el pecho de pensar en que Ciro llegase a enterarse de lo que ambos escondíamos, porque ya no eran esos besos robados o la noche en que dormimos abrazados y no me soltó, no..., ya era el hecho de que Nil me hiciese daño de ese modo.

Me había metido en el río sabiendo cuánto pánico le tenía, sabiendo cómo reaccioné cuando quiso hacer lo mismo en la playa dos meses atrás, incluso habiéndome visto tomar aire a bocanadas porque su madre casi me ahoga en la bañera de su casa. Y aun así lo había hecho. Me había obligado a hacerlo ignorando mis súplicas para que me soltara.

Puede que Neus tuviese razón, al fin y al cabo. Nil nunca pensaba en el resto. Hacía lo que quería y punto. A la vista estaba cada vez que me había besado sin escrúpulos, cuando no le había importado en absoluto que Ciro fuera a pedirme matrimonio, cuando me había cogido como un saco de patatas y me había forzado a meterme en el agua... Y mucho antes, cuando me había cogido de la mano y habíamos salido de la discoteca como si él no fuera el líder de una banda en conflicto con otra.

Y ahí seguía yo, guardando silencio.

Regresé a la fiesta después de observar el mar desde la verja del hotel. Necesitaba respirar. En el momento en que Nil me había retenido en contra de mi voluntad había comenzado a sentir esa ansiedad lamiendo mi garganta lentamente para asfixiarme.

Me acerqué a Ciro y lo abracé de lado.

—Hola —lo saludé en un susurro, intentando no irrumpir en la conversación que estaba escuchando de Joan y otro hombre.

Me pasó una mano por la espalda y me besó la frente.

—¿Dónde estabas? Te he buscado para bailar.

—Tomando un poco el aire. Había mucho bullicio.

Sonreí para menguar su preocupación, pero seguía teniendo una espina clavada en el pecho y no conseguía alejar esa angustiosa sensación de ahogo. Ciro parecía muy animado todavía y no quería aguarle la fiesta, sin embargo, sólo quería irme a dormir.

—¡Joan! —chilló una voz masculina que todos conocíamos.

Nil apareció con dos copas y le dio una al compañero de Ciro. Lo rodeó por el cuello para luego brindar con sus bebidas. Estaba más ebrio que antes, se le notaba en el habla y en los torpes movimientos que hacía.

—Vas a vaciar la barra libre —comentó Joan entre risas con su copa en la mano.

—Se ve que no lo conoces todavía... —musitó Ciro a mi lado.

El otro hombre no dijo ni media. Su esposa llegó con un par de mojitos. Había hablado con ella el día anterior, aunque era mujer de pocas palabras.

—Como debe ser, hombre —respondió arrastrando las palabras y llevándose la copa a los labios. Mientras lo hacía me miró con diversión, como si no hubiese pasado nada entre nosotros hacía un rato—. ¿Sabías que voy a ser el padrino de su boda? —pronunció señalándonos con la copa en alto.

De forma inmediata, me tensé. Ya lo veía venir... Estuve segura de que Ciro notó mi cambio.

—Enhorabuena —le felicitó Joan.

—No sé si es del todo correcto habiéndome enrollado con ella antes de que se conocieran...

Me aparté de Ciro. Hasta ahí llegó mi límite. No iba a permitir que siguiese atacándome.

—Me voy —dije en un tono neutral, procurando no parecer tan cansada como lo estaba.

Sin esperar a ver sus reacciones o que me detuviesen, me di la vuelta y caminé hacia la entrada al hotel. Escuché que Ciro lo reprendía intentando no elevar la voz:

—Joder, Nil. Te has pasado. Deja de beber.

Su voz fue tan contundente que al parecer Demir lo escuchó y les ordenó a unos seguratas que lo sacaran de la fiesta porque escuché forcejeos y cristales rotos, no obstante, no quise mirar atrás.

Ciro me alcanzó cuando cruzaba el umbral del hotel.

—Siento que Nil haya sido un capullo, no debería haber sacado esa mierda ahora.

No dije nada y llamé al ascensor. Subimos en silencio. Ciro me dejó mi espacio hasta que cuando fui a abrir la puerta vio que me temblaban los brazos y que no atinaba a sacar del bolso la tarjeta de la habitación.

—Espera, déjame.

Con cuidado me cogió la cartera y sacó la tarjeta.

—Lo siento —emití, con la voz queda.

Me puso una mano en la espalda para que pasara dentro. Encendió la luz y me acompañó hasta los pies de la cama. Nos sentamos en el borde y rompí el muro que había forjado entre nosotros y mi pasado.

—Por eso no bebo —le confesé—. La gente nunca piensa lo que hace o dice.

Mi mirada tembló cuando fui a pronunciar esas palabras, pero me armé de valor cuando envolvió mis manos con las suyas y me dedicó una mirada llena de amparo.

—Antes de abandonarnos, mi padre se había vuelto un alcohólico, Ciro. Bebía y bebía como un pozo sin fondo y luego llegaba a casa dos días después medio moribundo. Ya soporté demasiado como para tener que soportar las tonterías que suelta Nil.

Reprimí unas lágrimas parpadeando. No quería llorar, no habiéndolo provocado él. No podía creerme que la noche hubiese acabado así, esperaba no haber llamado la atención ni haber estropeado la velada.

Respiré hondo antes de revelarle la razón por la que tenía esa cicatriz en el brazo.

—Mi padre nunca me hizo daño, pero una noche que llegó borracho a casa yo dije algo que lo molestó y... Ni siquiera se lo pensó cuando me estrelló un vaso de cristal —susurré, con cierto pánico a decirlo en voz alta—. Todavía puedo oír el grito de mi madre y los ruegos de mi padre pidiéndome perdón.

Tragué saliva ahogando un suspiro. Me puse en pie y le pedí a Ciro que me bajara la cremallera del vestido. Él obedeció con temor. Se levantó y se colocó detrás de mí. Hizo descender el cierre y desnudó mi hombro izquierdo sabiendo a la perfección dónde se encontraba lo que yo quería mostrarle. Pasó la mano por la cicatriz de mi brazo, provocando que se me erizara la piel.

—Me protegí en un acto reflejo y uno de los cristales se me clavó. Tuvieron que llevarme al hospital y operarme. —Cerré los ojos recordándolo todo y suspiré—. Supongo que lo perdoné porque era mi padre, pero nunca se me va a olvidar. No con ese constante recordatorio. Ciertas heridas nunca cierran del todo, siempre vuelven a sangrar.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora