Capítulo 1 | Redada antidrogas

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Mireia

Hay etapas difíciles, pero son eso: etapas. Empiezan y luego terminan. Eso es lo que siempre me decía a mí misma cada vez que regresaba a casa después de un largo día en la universidad y tenía que ocuparme de cocinar, lavar la ropa, limpiar un poco y, lo más importante, pagar las facturas.

El teléfono vibró en mi mochila con una llamada entrante. Olvidé la idea de relajarme en sofá, pues mamá acababa de encenderse un cigarrillo y no soportaba el olor a tabaco. Me encerré en mi dormitorio y respondí a la impaciente de mi mejor amiga.

—¡Hoy es viernes! —chilló desde el otro lado—. Acabo de salir del trabajo, voy volando hacia casa. Lucía nos ha conseguido un par de entradas a la zona vip de Luminarias. ¡Dime que vendrás!

—No sé, Sole... Estoy cansada. He tenido una semana de exámenes horrible.

—Más razón para que muevas tu culo de donde quiera que estés y empieces a arreglarte —insistió. Cuando se empeña en algo, no hay manera de hacerle la contraria—. ¿Cuánto tiempo llevas sin salir? ¿Cuándo fue la última vez que besaste a un tío? Vamos, tienes que venir.

Tenía razón. No salía más que para ir a la universidad o al supermercado. No pisaba un bar ni una discoteca desde hacía tres meses. Entre los parciales de marzo y la mala racha económica por la que estábamos pasando... Mi ocio y vida social se habían visto reducidos a la nada. Había estado trabajando en uno de los bares del campus como camarera unas horas al día, pero aun así había tenido que hacer malabares con las facturas de la luz.

—No creo que...

Escuché un fuerte golpe en la cocina y luego algo hacerse añicos.

—¡Joder! —se quejó mi madre, exasperada.

—Espera, Sole. —Dejé el móvil en la mesita mientras miraba qué había pasado—. Mamá, ¿estás bien?

En cuanto llegué a la cocina vi que había un montón de cristales en el suelo y que sus ojos estaban inyectados en sangre. Su aspecto era cada día más macilento. Se había vuelto una mujer desaliñada, frenética e indiferente. Consumía drogas y las drogas la consumían a ella.

—No pienso volver a limpiar tus destrozos —le espeté con crudeza. Las últimas veces me había dicho a mí misma que sería la última vez, sin embargo, había terminado por ignorar mis propias promesas.

—¡Sí, hombre! Haz algo que te tiras el día fuera de casa y no haces nada más que perder el tiempo.

—¿Dices que pierdo el tiempo? Busco un futuro mejor que este. —Señalé el desastre que había en la cocina. Estaba colocada y creo que ni siquiera se dio cuenta. Me apartó a un lado y pasó pisando los cristales. El crujido me taladró la sien.

Estaba harta de esas situaciones. ¿Hasta cuándo podría aguantar? No estaba segura, pero cuando me puse de nuevo al teléfono lo hice con una idea clara.

—¿A qué hora me recogéis?

Sole gritó de la emoción. Estuve preparándome durante veinte minutos y luego bajé al portal para esperarlas. Pasadas las once no había mucha gente por la calle, sólo algunos que salían a pasear a su perrito. Enseguida apareció Lucía con su Fiat 500C blanco y Sole de copiloto.

Se bajó para dejarme subir, ya que el coche era enano y sólo tenía dos puertas. Lucía solía apodarlo Bicho Bola.

—¿A que puedo ser muy persuasiva, Mireia? —Se volteó hacia mí y alzó las cejas varias veces seguidas. Se lo tenía creído.

—Sabes perfectamente por lo que he aceptado.

Sole sabía a qué me refería, no obstante, Lucía no tenía ni idea de que mi madre era drogadicta. No me gustaba ir contándoselo a la gente, a pesar de que conocíamos a la chica desde hacía un año.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora