Capítulo 8 | Olvídate de mí

138 3 12
                                    

Aún me acuerdo de ese día. Mi padre siempre lo decía: «Si te vas a dormir con el diablo, te despiertas bañada en sangre». Esa mañana me desperté muy temprano, sin ropa y bajo las sábanas sobre las que nos habíamos olvidado de quiénes éramos. Recordar la noche anterior me hizo sonreír. Lo que habíamos compartido era mucho más de lo que se podía ver a simple vista, iba más allá de lo físico.

Me volteé hacia el otro lado de la cama, esperando encontrarlo, y tal cual fue mi decepción que no hallé ni rastro. No me dio tiempo ni a pensar dónde podría estar, cuando su voz se escuchó alta y grave desde la puerta.

—Vístete, volvemos a Barcelona en diez minutos.

Su tono ya me hizo sospechar de su estado de humor. ¿Había pasado algo? Me giré a verlo y me sorprendí de que estuviese preparado. Llevaba un chándal ajustado negro y se había colgado el macuto al hombro. Su mirada era inescrutable. Sin más cerró la puerta para darme intimidad.

Se me coló un frío en el pecho que caló todas mis entrañas.

Hasta ayer mañana hubiese deseado volver a Barcelona, pero las cosas habían cambiado muy deprisa. Lo que sucedía entre nosotros parecía de verdad. Eso digo, parecía.

Me levanté de la cama con una terrible sensación. Cuando abrí el armario advertí que ya no había ropa de mujer donde antes. Resultó que Ciro había preparado un hato sencillo de chándal y lo había dejado sobre la cómoda. Me vestí para salir.

La puerta a la cochera estaba abierta, ya que estaba cargando la comida que había sobrado. No dudé ni un segundo en hacerle esa pregunta que llevaba taladrándome la sien los dos últimos minutos.

—¿Ha ocurrido algo?

Ni siquiera me miró para responder.

—Ya está solucionado, no corres ningún peligro. —Ciro había vuelto a ser el mismo que el primer día: un tipo cauto, estricto y enigmático. Nada que ver con el que me había dejado ver los últimos dos días.

—¿Y por qué esa actitud? —cuestioné molesta por cómo estaba reaccionando.

Se detuvo para observarme. Su mirada me atravesó.

—No sé de qué hablas —contestó, seco—. Date prisa, nos vamos en cinco minutos.

Fruncí el ceño y, en apenas un pestañeo, Ciro había desaparecido. «No sé de qué hablas», retumbó en mi cabeza. Me preparé un café con leche y me lo bebí. Escuché la puerta de su coche cerrarse de pronto. Enjuagué el vaso y lo dejé secar sobre el fregador. Fui a la cochera, donde un viento helado me atravesó la ropa. Ni siquiera había cogido una chaqueta.

Entre tembleques, subí de copiloto con el móvil que me había dado Nil en una mano.

—¿Desde cuándo lo sabes?

No respondió. Su vista no se apartaba del frente y sus nudillos podían verse blanquecinos debido a la presión que ejercía sobre el volante. Algo había tenido que ocurrir.

—¿Vas a hacer como si no estuviese aquí? ¿Qué mosca te ha picado?

Me quedó claro que no iba a hablarme. Las próximas dos horas ninguno de los dos dijo ni mu. No descansé de darle vueltas a lo mismo. De la noche a la mañana había cambiado de actitud. Faltaba media hora para llegar a Barcelona cuando carraspeó.

—En la guantera está tu móvil. Lo he dejado cargado. —Lo atisbé desde mi lugar, aún sin comprender. Alargó la palma hacia mí—. Devuélveme el otro.

Se lo di de mala gana. Abrí la guantera y saqué el móvil. Me asaltó un fugaz recuerdo de yo misma sacando de ese sitio una pistola. Cabe decir que ya no se encontraba ahí. Comprobé que todo estuviese correcto en mi móvil y después volví a la carga.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora